Crónica           IMPRIMIR
9 de enero de 2008

Odio y miedo

José Antonio Fornaris, Cuba-Verdad

LA HABANA, enero (www.cubanet.org) – Hace diez años, cuando de forma accidental visité por primera vez la ciudad de Guantánamo, al ser interrogado en el cuartel provincial de la policía política, un oficial de ese cuerpo represivo me dijo con evidente mal humor, dos veces seguidas, que me iban a arrancar la cabeza.

El fundamento de esa amenaza, para aquel oficial, era que yo había comenzado a trabajar para la CIA. Se trataba de una hipócrita justificación para enmarcar su intolerancia hacia mis ideas. El sabía perfectamente que no tenía nada que ver con la conocida agencia de inteligencia norteamericana.

Al-Qaeda corta las cabezas con un cuchillo afilado. Esta gente es peor porque habla de arrancarlas. Imaginemos por un minuto lo terrible que de ser que a alguien le separen la cabeza del cuerpo a tirones.

Por suerte, y gracias a Dios, aún tengo la cabeza en su sitio. Pero ese tipo de amenazas hay que tenerlas en cuenta porque provienen de integrantes de la policía encargada de proteger al estado que ha fusilado a miles de sus adversarios políticos, y que ha llevado a prisión a muchos miles más de esos adversarios, condenados a penas tan largas que cuando se suman sobrepasan la astronómica cifra de un millón de años.

A otros muchos les quitaron sus propiedades y los obligaron a irse de suplís. Ese tipo de odio irracional la ha llevado a la práctica en Cuba la peste roja.

Ahora, quien fue el máximo exponente de ese régimen durante casi medio siglo, Fidel Castro, en un mensaje que envió el pasado 28 de diciembre a la Asamblea Nacional del Poder Popular, asegura: “Una contrarrevolución victoriosa sería horrible, peor que la tragedia que sufrió Indonesia”.

Castro agregó en su mensaje que Suharto “no sólo mató a cientos de miles, sino que encarceló a un millón de comunistas y los privó de toda propiedad y derechos, a ellos y sus descendientes”.

No mucho tiempo después de los trágicos acontecimientos del derrocamiento de Suharto, el régimen de La Habana normalizó sus relaciones con sus herederos políticos. Al parecer ahora es que se vuelven a acordar de los comunistas masacrados en Indonesia.

Cuando los jóvenes revolucionarios tomaron el poder en 1959, una de las primeras medidas administrativas fue crear un Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados, dirigido por Faustino Pérez, el mismo que había ordenado el secuestro del campeón mundial de automovilismo Juan Manuel Fangio.

¿Qué tendría de tremendo que ante la terminación del régimen comunista en la isla se creara una entidad más o menos parecida?

¿Cuál es la preocupación si varios de los máximos jerarcas del estado han reiterado en diferentes escenarios que no poseen bienes materiales? Pero, además, ¿por qué preocuparse por las propiedades de sus descendientes si en Cuba todos somos pobres?

Si robaron los dineros del país y se apoderaron de bienes que no les pertenecían, la lógica y principios de moralidad indican que ante la terminación del actual status quo se les quiten.

Lo otro, lo de un holocausto contra los comunistas en Cuba, no tiene ninguna validez dentro de los valores cívicos de los demócratas cubanos.

Esos temores de Castro se parecen a los que esgrimieron los jefes de las tropas estadounidenses en Cuba cuando en 1898 le impidieron al Mayor General del ejército libertador, Calixto García, entrar en Santiago de Cuba con el argumento de posibles represalias contra los ciudadanos españoles. La historia y la vida demostraron que no había odio acumulado contra los ibéricos, a pesar de tantos sufrimientos causados por la tozudez colonialista.


Infundir miedos para que el odio ciegue el razonamiento es una vieja treta de los que ven en peligro su modo de vida y de los que no poseen honestidad política.

No obstante, es lógico pensar que los que se sienten culpables de horrores y de graves excesos contra la integridad de sus compatriotas, deben encomendarse a Dios y pedirle perdón, porque al parecer la humanidad no está lista para dispensar grandes crímenes.

 
 
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