7 de enero de 2008

Las campanas ya están sonando


ARIEL HIDALGO


Faltando justamente un año para medio siglo del gran conflicto cubano --lo atestiguan un millón de exiliados en los primeros años cuando la población apenas rebasaba seis millones, más de cien mil prisioneros en las primeras décadas y miles de fusilados en un país donde sólo hubo una ejecución legal en toda su historia republicana-- es hora de mirar atrás y preguntarnos: ¿qué nos pasó?

¡Pobre pueblo que, por librarse de un usurpador arbitrario, aclame al caudillo rebelde como redentor, le entregue las llaves, lo unja, le ponga diadema, le dé báculo, lo suba a un pedestal y lo entronice! Ese pueblo creyó que vivía un esplendoroso amanecer cuando en realidad confundía ocaso con aurora. Ignoraba que ese mundo de sombras había salido de su propia conciencia. Todas las libertades individuales cercenadas en su nombre, y ser miembro o no de él era una definición reservada sólo al ''ungido'', como un dios que decide caprichosamente quién se salvaría y quién no.

Bajo un principio: la tierra ''para quien la trabaja'', se proscribieron los monopolios agrícolas. Pero el latifundio, convertido en granja estatal, no desapareció, sino que sólo dejó de ser privado. Y los pequeños propietarios fueron sometidos a una política de regulaciones que frenaron su libre desenvolvimiento.

Y se ocuparon industrias, comercios y bancos en nombre de los trabajadores, supuestos ''dueños de los medios de producción''. Pero luego fueron designados por méritos políticos directores y administradores desde un elevado Olimpo, con un sistema donde no escaparía a la voluntad de los elegidos movimiento alguno en la esfera económica del país. Luego se expropiaron, no ya a capitalistas y terratenientes, sino a trabajadores independientes y cooperativas familiares hasta entonces dueños de sus propios medios, pero que serían convertidos, a partir de entonces, en peones a sueldo del Estado. Como consecuencia, las calles quedaron totalmente desabastecidas.

Así, el nuevo Estado terminó absorbiendo a toda la sociedad civil y todos los poderes centralizados, no sólo los tradicionalmente señalados --judicial, legislativo y ejecutivo--, sino también otros extrapolíticos, como la prensa y el poder económico.

Los ideales de los padres de la patria, desde los héroes del 68 hasta José Martí, quedaron frustrados. Ignacio Agramonte, había manifestado en 1866 ante el claustro de la Universidad de La Habana que si se diera cierta independencia a cada empleado su dignidad, ''en vez de humillarse a los caprichos de un superior, se elevaría, adquiriendo una responsabilidad no arbitraria''. Y añadía: ''Lejos de convertirse en máquinas de transmisión, desplegarían su actividad e inteligencia en provecho propio y de la sociedad (), el individuo tendría garantizado el libre ejercicio de sus derechos contra los excesos y errores de los funcionarios''. Rechazaba así la idea de un trabajador reducido a mera polea en lo que él mismo llamaba ''máquinas de transmisión'' ante los caprichos de los funcionarios, en vez de permitírsele desplegar libremente toda su capacidad creadora.

Tal enfoque recuerda el análisis crítico de Martí sobre el trabajo de Herbert Spencer La futura esclavitud, acerca de las consecuencias de un posible Estado centralizado donde los funcionarios adquirirían ''la influencia enorme que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio''. Todo el poder que iría adquiriendo esta casta, según él, ''lo iría perdiendo el pueblo''. Los ciudadanos tendrían que someterse a cumplir todas las funciones que ese Estado les asignara. ''De ser siervo de sí mismo pasaría el hombre a ser siervo del Estado''. De ser ''esclavo de los capitalistas'', advertía, el trabajador se convertiría en ''esclavo de los funcionarios''. Y concluía con un vaticinio: ``el funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada y trabajadora. Lamentable será, y general, la servidumbre''.

Si bien el sueño de Agramonte no pudo realizarse en los marcos del capitalismo salvaje impuesto luego a la sociedad cubana, mucho menos bajo el ''funcionarismo autocrático'' del que nos alertaba Martí.

¿Era, pues, este sistema la auténtica realización del ideal de patriotas y soñadores de justicia social? Para legítimos socialistas y revolucionarios de buena fe era, en el mejor de los casos, una fase transitoria entre control privado capitalista y control directo de los trabajadores; y el Estado, sólo un depositario temporal de bienes pertenecientes a todo el pueblo. Pero la supuesta transición quedó ''eternizada'', o más exacto, el Estado ''revolucionario'' se convirtió de medio en un fin en sí mismo.

Mas tanto en el pueblo como en la diáspora, e incluso en el propio sector oficial, va ganando terreno la convicción de que los trabajadores y en general la gente de a pie deben ser dueños de su destino sin intermediarios burocráticos y de que incluso el derecho del más insignificante ciudadano es más importante que los caprichos de cualquier ``superhéroe''.

Abre tus ojos y mira al horizonte: ya empieza a salir el sol. Las gotas del cielo son sólo rocío. Nunca más habrá tormentas. Las nubes se disipan. Extiende tus manos a la tierra baldía. Nuevas simientes anuncian un futuro jardín. Escucha el sonido de las campanas. Anuncian el nuevo día. Nunca más doblarán por ti. Esa alborada está naciendo en lo más profundo de ti mismo. Esas flores germinan en tu propio corazón. Y esas campanas están sonando en tu conciencia.

 

 
 
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