Las
campanas ya están sonando
ARIEL HIDALGO
Faltando justamente un año para medio siglo del gran conflicto
cubano --lo atestiguan un millón de exiliados en los primeros
años cuando la población apenas rebasaba seis millones,
más de cien mil prisioneros en las primeras décadas
y miles de fusilados en un país donde sólo hubo una
ejecución legal en toda su historia republicana-- es hora
de mirar atrás y preguntarnos: ¿qué nos pasó?
¡Pobre pueblo que, por librarse de un usurpador
arbitrario, aclame al caudillo rebelde como redentor, le entregue
las llaves, lo unja, le ponga diadema, le dé báculo,
lo suba a un pedestal y lo entronice! Ese pueblo creyó que
vivía un esplendoroso amanecer cuando en realidad confundía
ocaso con aurora. Ignoraba que ese mundo de sombras había
salido de su propia conciencia. Todas las libertades individuales
cercenadas en su nombre, y ser miembro o no de él era una
definición reservada sólo al ''ungido'', como un dios
que decide caprichosamente quién se salvaría y quién
no.
Bajo un principio: la tierra ''para quien la trabaja'',
se proscribieron los monopolios agrícolas. Pero el latifundio,
convertido en granja estatal, no desapareció, sino que sólo
dejó de ser privado. Y los pequeños propietarios fueron
sometidos a una política de regulaciones que frenaron su
libre desenvolvimiento.
Y se ocuparon industrias, comercios y bancos en nombre
de los trabajadores, supuestos ''dueños de los medios de
producción''. Pero luego fueron designados por méritos
políticos directores y administradores desde un elevado Olimpo,
con un sistema donde no escaparía a la voluntad de los elegidos
movimiento alguno en la esfera económica del país.
Luego se expropiaron, no ya a capitalistas y terratenientes, sino
a trabajadores independientes y cooperativas familiares hasta entonces
dueños de sus propios medios, pero que serían convertidos,
a partir de entonces, en peones a sueldo del Estado. Como consecuencia,
las calles quedaron totalmente desabastecidas.
Así, el nuevo Estado terminó absorbiendo
a toda la sociedad civil y todos los poderes centralizados, no sólo
los tradicionalmente señalados --judicial, legislativo y
ejecutivo--, sino también otros extrapolíticos, como
la prensa y el poder económico.
Los ideales de los padres de la patria, desde los
héroes del 68 hasta José Martí, quedaron frustrados.
Ignacio Agramonte, había manifestado en 1866 ante el claustro
de la Universidad de La Habana que si se diera cierta independencia
a cada empleado su dignidad, ''en vez de humillarse a los caprichos
de un superior, se elevaría, adquiriendo una responsabilidad
no arbitraria''. Y añadía: ''Lejos de convertirse
en máquinas de transmisión, desplegarían su
actividad e inteligencia en provecho propio y de la sociedad (),
el individuo tendría garantizado el libre ejercicio de sus
derechos contra los excesos y errores de los funcionarios''. Rechazaba
así la idea de un trabajador reducido a mera polea en lo
que él mismo llamaba ''máquinas de transmisión''
ante los caprichos de los funcionarios, en vez de permitírsele
desplegar libremente toda su capacidad creadora.
Tal enfoque recuerda el análisis crítico
de Martí sobre el trabajo de Herbert Spencer La futura esclavitud,
acerca de las consecuencias de un posible Estado centralizado donde
los funcionarios adquirirían ''la influencia enorme que naturalmente
viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio''.
Todo el poder que iría adquiriendo esta casta, según
él, ''lo iría perdiendo el pueblo''. Los ciudadanos
tendrían que someterse a cumplir todas las funciones que
ese Estado les asignara. ''De ser siervo de sí mismo pasaría
el hombre a ser siervo del Estado''. De ser ''esclavo de los capitalistas'',
advertía, el trabajador se convertiría en ''esclavo
de los funcionarios''. Y concluía con un vaticinio: ``el
funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada
y trabajadora. Lamentable será, y general, la servidumbre''.
Si bien el sueño de Agramonte no pudo realizarse
en los marcos del capitalismo salvaje impuesto luego a la sociedad
cubana, mucho menos bajo el ''funcionarismo autocrático''
del que nos alertaba Martí.
¿Era, pues, este sistema la auténtica
realización del ideal de patriotas y soñadores de
justicia social? Para legítimos socialistas y revolucionarios
de buena fe era, en el mejor de los casos, una fase transitoria
entre control privado capitalista y control directo de los trabajadores;
y el Estado, sólo un depositario temporal de bienes pertenecientes
a todo el pueblo. Pero la supuesta transición quedó
''eternizada'', o más exacto, el Estado ''revolucionario''
se convirtió de medio en un fin en sí mismo.
Mas tanto en el pueblo como en la diáspora,
e incluso en el propio sector oficial, va ganando terreno la convicción
de que los trabajadores y en general la gente de a pie deben ser
dueños de su destino sin intermediarios burocráticos
y de que incluso el derecho del más insignificante ciudadano
es más importante que los caprichos de cualquier ``superhéroe''.
Abre tus ojos y mira al horizonte: ya empieza
a salir el sol. Las gotas del cielo son sólo rocío.
Nunca más habrá tormentas. Las nubes se disipan. Extiende
tus manos a la tierra baldía. Nuevas simientes anuncian un
futuro jardín. Escucha el sonido de las campanas. Anuncian
el nuevo día. Nunca más doblarán por ti. Esa
alborada está naciendo en lo más profundo de ti mismo.
Esas flores germinan en tu propio corazón. Y esas campanas
están sonando en tu conciencia.
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