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23 de diciembre de 2008
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El habanero              

Frank Correa

LA HABANA, Cuba, diciembre (www.cubanet.org) - Ha muerto El Rubio. Ya no se escuchará más su silbido por las calles de La Habana anunciando confituras, ni su carcajada que hacía volver la vista, ni sus escándalos públicos cuando se pasaba de tragos y cantaba a viva voz corridos mexicanos para terminar arrestado por la policía.

Su vida fue un fracaso rotundo. Nunca llegó a ser el estudiante provechoso que cursaría la carrera de arquitecto, ni el cantante famoso, ni el millonario que en los últimos tiempos dibujaba en los sueños, cuando entregó su vida por completo a la venta ambulante de confituras. Terminó como un borrachín sucio, barbudo, silbando por las calles de Jaimanitas y Santa Fé, pregonando sorbetos, bombones, caramelos...

Natural de Bayate, provincia de Guantánamo, José Arévalo, alias El Rubio, emigró a la capital como otros miles de orientales, en busca de futuro. Vivió más de 15 años alquilado en los lugares más disímiles, huyendo constantemente de la policía y de los cederistas encargados de informar todo lo que se moviera extraño en la cuadra, sobre todo los orientales que no poseyeran el documento que autoriza el cambio de dirección para La Habana, que exige el decreto 217.

Escondido entre la multitud junto a otros coterráneos también ilegales, se iba de madrugada hasta la fábrica de chocolate La Estrella, en la barriada de El Cerro, compraba los productos a mitad de precio a los trabajadores del establecimiento que lo vendían furtivamente, y luego El Rubio los revendía a su precio real .

Vivió con un sueño obsesivo hasta el fin de sus días: obtener el cambio de dirección y vivir tranquilo, sin el temor de ser detenido, encarcelado y deportado, como le ocurrió tantas veces. Pero los documentos exigidos y los trámites burocráticos eran tan engorrosos que su empeño siempre terminaba frustrado por algún papel imposible de conseguir. Gastó mucho dinero, tiempo y esfuerzo en ese objetivo inútil.

Durante su última borrachera se resistió a la detención y los policías tuvieron que sacudirlo. Le decomisaron la mochila llena de mercancía, le pusieron una multa y lo metieron en el calabozo para deportarlo a su provincia de origen.
Al otro día, 16 de diciembre, cuando su hermano Euclides fue a la estación para verlo, lo encontraron muerto en la celda, sin que se conociera la causa.

Su hermano intentó trasladar el cadáver para Bayate y darle sepultura, pero no tenía dinero para dos pasajes en avión y el tren Habana-Guantánamo, que sale en días alternos, no funcionó el día 18, ni el   20, por problemas técnicos.

En la morgue los funcionarios le exigieron a Euclides que debía hallar una solución inmediata, pues los espacios refrigerados disponibles no abundan y otros cadáveres necesitaban de ese servicio. Entonces Euclides le hizo un regalo póstumo a su hermano mayor. Lo llevó hasta el cementerio Colón y lo enterraron bajo la cálida y hospitalaria tierra del céntrico barrio capitalino El Vedado, como  a un habanero de pura cepa.

 

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