7 de agosto de 2008   IMPRIMIR   VOLVER AL INICIO
 

Las cosas que me contó Solschenitzin

Luis Cino

LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) - Aún me quedaban esperanzas en el socialismo cuando leí por primera vez a Alexander Solschenitzin. Era muy joven y no estaba suficientemente vapuleado por el sistema. Aún no habían acabado de amordazar a la cultura. Un día en la vida de Iván Denisovitch  se publicó en Cuba. Aún conservo un delgado y muy ajado ejemplar de la Colección Cocuyo. Data de los años 60. Recuerdo que lo devoré. Fue un shock. No pude creer lo que leía. A muchos que conozco les pasó lo mismo. Creíamos que el horror señoreó solamente en los campos de exterminio nazis. 


Por entonces, llegaban también las películas del cine soviético del deshielo. Ilusos que éramos, pensamos que después del XX Congreso, lo peor ya había pasado en “el gran País de los Soviets”. 

Pude leer El Archipiélago Gulag  más de una década después que estremeciera al mundo. Solschenitzin había ganado el Premio Nobel y vivía exilado en Occidente. Obviamente, en Cuba no lo publicaron. En su lugar, editaron un infame libro (más bien un libelo) titulado La espiral de la traición de Solschenitzin. Decía tantas infamias y sandeces que sólo recuerdo el título. 

Lo primero que leí de Archipiélago Gulag fue el último tomo. Me lo prestaron con plazo para devolverlo. Alguien leía el primero y otros esperaban por leer cualquiera de los tomos. Es lo usual en Cuba con los libros prohibidos. Curiosamente, son los que más se leen. 

El orden en que hice la lectura no afectó el resultado. El monumental libro me impresionó mucho (hubiera tenido que ser de hielo para que no me impresionara), pero no tanto como Un día en la vida de Iván Denisovich. Ya no me hacía ilusiones con los que se arrogan el derecho de construir la sociedad perfecta. Fue terrible descubrir que el estalinismo sobrevivió a Beria y Stalin y aprendió a hablar español y a vivir en el trópico.   

No obstante, Archipiélago Gulag es el libro más terrible que he leído alguna vez. Debe ser que las experiencias que narra me recuerdan demasiado (sin el frío de la tundra siberiana pero con las mismas alambradas custodiadas con el mismo odio por las mismas armas rusas) las que me cuentan en cartas estrujadas mis amigos encarcelados en Kilo 7, Agüica, Canaleta o el Combinado del Este. 

A veces siento la vaga aprensión que los relatos de Solschenitzin y mis amigos presos puedan resultar tan premonitorios como alguna escena de un libro de Milán Kundera que me deprimió hasta el día que descubrí que ya había vivido algo similar. Para un disidente en Cuba, la cárcel es tan predecible como el cáncer para un fumador inveterado. 
Acabo de enterarme por la radio extranjera (en Cuba aún no han dicho nada) de la muerte de Alexander Solschenitzin. 

Dice un amigo que presta excesiva atención a los academicismos que a Solschenitzin lo premiaron con el Nobel por consideraciones políticas más que literarias. Suele suceder. Es inútil juzgar la justeza de la Academia Sueca. Mi amigo dice que Solschenitzin no era Dostoievsky. Personalmente, prefiero a Solschenitzin.  

Solschenitzin ha muerto. Como el vodka es muy caro y hace años que no hay té ruso en las farmacias, brindo con cualquier otra cosa por él. Ruego porque, luego de purgar con creces el infierno en los campos de concentración estalinistas, Dios le dé eterno descanso a su alma.  

Me alivia brindar por alguien que me advirtió sobre el espanto. Bajo las dictaduras, la ingenuidad y las falsas ilusiones son pecados mortales. Solschenitzin ayudó a que cayera definitivamente la venda de mis ojos.

 

 

 

 
 
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