PREMIOS
PERIODISTICOS
CIERTA LIBERTAD
Una escuela de periodismo, un juicio y una liberación
Por RAUL RIVERO
Esposado, rodeado de guardias, en un ómnibus
que nos llevaba a las prisiones a cumplir una condena de 20 años
por hacer periodismo independiente, mi compañero Ricardo
González Alfonso me dijo: «Tú sabes, a pesar
de todo esto, yo me siento libre... porque lo hice y demostré
que se puede hacer».
Eso fue una tarde de abril de 2003. Yo me bajé (me bajaron)
en las inmediaciones de la cárcel de Canaleta, en la provincia
de Ciego de Avila, y él siguió para Camagüey,
más al oriente.La última imagen que tengo de mi amigo
es la de su cara seria pegada al cristal de una ventanilla y sus
dos manos unidas por un aro de hierro, a la altura de la cabeza,
en una gesto que parecía triunfal y que era, en realidad,
su única manera de decirme adiós.
No lo he vuelto a ver. El sigue preso y enfermo en una prisión
de La Habana, después de una mansión de dos años
en un centro camagüeyano que se ha ganado este nombre incitante
entre la población: Se me perdió la llave.
En 2002 habíamos iniciado juntos los trabajos preparatorios
para fundar una asociación de periodistas que trabajaran
fuera del control del Estado. Al poco tiempo, nos propusimos crear
una pequeña escuela de periodismo para personas rechazadas
en la universidad por no compartir las ideas del Gobierno.
Por último, quisimos hacer una revista modesta, impresa con
equipos antediluvianos y defectuosos, para darle un espacio de opinión
a un grupo de profesionales sin voz en su país y para que
muchos cubanos pudieran acceder a informaciones que el Partido Comunista
oculta o manipula en los panfletos que hace circular como si fueran
periódicos.
Trabajamos todos los días y nos apoyaron en esos sueños,
en un país donde la policía no duerme, otros profesionales
del periodismo.Algunos, como Adolfo Fernández Saiz, Pedro
Argüelles Morán y Omar Rodríguez Saludes, están
también en las cárceles con condenas de hasta 28 años.
Otros, como Luis Cino, Miriam Leyva, Oscar Espinosa Chepe y Jorge
Olivera Castillo, siguen en la calle, en el fragor del reporterismo
y las notas de opinión, con los ruidos de los candados como
una desafinada banda sonora de la vida diaria.
El caso es que, hacia el invierno de 2002, después de meses
compuestos por días de 27 horas y tras una docena de rápidas
visitas (dos o tres días) a calabozos y dependencias de las
fuerzas de la Seguridad del Estado, los tres proyectos funcionaban.
No como quisimos originalmente, sino como pudimos, como nos permitió
nuestra capacidad y la intensidad de la represión.
Pero ahí estaba la asociación de comunicadores con
casi un centenar de hombres y mujeres de todo el país. Con
sus estatutos, sus elecciones libres y su primer ejecutivo en funciones.
Allí estaba, con sus comisiones para apoyar a las familias
de los periodistas presos, su biblioteca especializada y una hemeroteca
que nunca tomó en cuenta aquel principio de que nada hay
más viejo que un periódico de ayer.
La escuela de periodismo no se pudo inaugurar. Las sillas de plástico
y el pizarrón verde se quedaron contra la pared en la sala
de la vivienda de González Alfonso, a la que, para desconcierto
de la familia, llamábamos aula.
Los cursos, unas lecciones elementales de géneros periodísticos
y gramática española, tuvieron que darse en las casas
de algunos alumnos, de jueves en jueves, como si en vez de tratar
de descubrir, por fin, qué es una crónica o de identificar
con certeza el sujeto, el verbo y el predicado en una oración,
estuviéramos conspirando para derrocar una dictadura que,
desde hace casi medio siglo, lo mismo trata de racionar el aire
que redistribuir la tristeza.
La revista DeCuba también comenzó a circular. Repintada
y con borrones pero sin censura. Unos cuantos centenares de ejemplares
que pasaban de mano en mano a través de las más de
130 bibliotecas independientes y de los activistas de Derechos Humanos
en todo el país. Hasta el segundo número.
En marzo del 2003 la policía entró al aula. Es decir,
a la casa de Ricardo. Entraron a la biblioteca y a la redacción
de la revista, en la misma vivienda, y lo confiscaron todo. Después
de más de 10 horas de un registro filmado por un equipo del
Ministerio del Interior, se llevaron también a Ricardo para
la sede de la Policía Política. Otro sitio con un
nombre singular: Villa Marista, en la barriada habanera de La Víbora,
al sur de la ciudad.
Tres días después, entraron en mi casa. Mediante un
procedimiento similar cargaron con toda la papelería y las
fotos que encontraron.Incluidas las de mis asustadas hijas y las
de mis parientes muertos (en otros tiempos, en otra Cuba).
Nos juzgaron juntos en una sala donde los únicos civiles
éramos los reos, Alida Viso Bello, la esposa de Ricardo,
y Blanca Reyes Castañón, mi mujer. A él le
pidieron, primero, una condena de cadena perpetua. Luego, se la
rebajaron al mismo rango de la mía: 20 años.
Al mediodía cerraron la carpa del circo y dieron una hora
para almorzar. Un oficial que, desde luego, se llamaba Vladimir
fue a verme al calabozo y me dijo: «Vaya a ver que dice ahí
en el juicio. Usted no está para 20 años».
«Ustedes tampoco», le dije, y miré a Ricardo,
que comenzó a reírse delante del oficial porque es
verdad que era libre y no tenía miedo. Y si lo tenía,
lo administraba mejor que nadie.
El era libre desde hacía mucho tiempo, como me dijo en el
ómnibus rumbo a la cárcel. Lo fue desde que dejó
de vivir en la mentira.Allá en su litera del Combinado del
Este es más libre que mucha gente que pasea por La Habana.
Raúl Rivero es poeta y periodista. En
este momento, prepara un libro sobre su paso por la cárcel
de la Cuba castrista.
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