Cabrerainfantilismo
histórico
NESTOR DIAZ DE
VILLEGAS / El Nuevo Herald
Cierta vez el filósofo Citófilo se encontró
a una mujer afligida ''que tenía sobrado motivo para estarlo'',
según cuenta Voltaire en Los dos desconsolados. Citófilo
le recuerda las horribles penurias de otras grandes desgraciadas,
desde María Estuardo hasta Hécuba y Níobe,
pero la mujer no cesaba de llorar. El próximo día
el filósofo pierde a su único hijo. Entonces la dama
manda a hacer una lista de todos los monarcas que habían
perdido hijos únicos. ''El filósofo la leyó'',
comenta Voltaire, ''la encontró muy puntual y siguió
llorando''. Al cabo de seis meses volvieron a verse y se asombraron
mucho al comprobar que se hallaban muy contentos. Entonces levantaron
una estatua, con un rótulo que decía: ``Al Tiempo,
el consolador''.
Alejandro Armengol, en artículo reciente [La
justicia tarda, ¿pero llega?, Perspectiva, 19 de noviembre],
cita a Cabrera Infante, y tal vez de carambola, al Citófilo
volteriano: víctima y victimario, según sus cándidos
cálculos, se cruzarán un día en un Miami idealizado,
agradecidísimos de no tener que airear ya más antiguas
querellas. El cuento de camino, y su moraleja, están tomados
de Vista de un amanecer en el trópico, obra menor del corpus
cabrerainfantil, que, últimamente, gracias a relecturas historicistas
ha expulsado eso que el autor de Tres tristes tigres llamaría
sarcásticamente un second wind.
Por pura inercia intelectual regresamos a Cabrera
Infante en busca de cordura política, pues la carrera del
gran escritor, en este acápite, es espejo de veleidades.
Se sabe que la revolución cultural cubana, en su primera
época, lleva la marca de Caín, y que en la cuentística
que Armengol comenta se originó más de un estereotipo
del canon castrista. Guillermo Cabrera Infante, y su reparto de
personajes, ayudaron a instaurar como norma taxativa el simulacro
de una Cuba en blanco y negro donde, en vez de policías y
ladrones, los batistianos persiguen a los revolucionarios. De esa
regla falseada que, con la canonización del autor llegó
a insertarse en nuestro registro histórico, se vale Armengol
para adelantar su tesis de consolación filosófica
en la que los batistianos seguirán siendo siempre los malos
de la película.
Atacar el problema cubano desde la perspectiva del
cabrerainfantilismo contribuye al enredo en vez de resolverlo. Habría
que descartar en bloque la narrativa modernista revolucionaria --y
botar al bebé, por así decirlo, con el agua sucia--
con tal de salirnos de sus engañosas categorías. Un
Miami repleto de ex colaboradores, antiguos segurosos, policías
tapiñados y culpables de toda calaña prueba que la
conciliación no sólo es factible, sino un hecho ridículamente
consumado. En el exilio cualquiera puede pedirle cuentas a su vecino,
aunque cobrárselas resulte más difícil.
También en Cuba se las han arreglado para
coexistir con el enemigo, y a esa cohabitación llamamos ''transición''.
En su novela Contrabando de sombras, Antonio José Ponte muestra
cómo los tirapiedras de antaño se codean hoy con los
que recibieron los terribles cantazos durante el éxodo del
Mariel: el resultado es un tipo de conciliación arrestada.
No cabe duda de que, en tales circunstancias, hasta el mismo Tiempo
puede llegar a desconsolarnos.
Poner el énfasis en la reconciliación:
he ahí el problema. Debemos pedirle cuentas primero al Tiempo
mismo, al consolador; o lo que es igual, a la historia, esa ''gran
puta'' padilleana. Cuestionar primero la gesta amañada, el
cuento de la revolución como un hecho inevitable y la necesidad
del castrismo implícita en nuestra historia del Tiempo. Debemos
volver sobre nuestros pasos, en lugar de abalanzarnos hacia el nuevo
1 de enero que vislumbramos ya al final de un sendero amarillo de
transiciones y conciliaciones. Dados los resultados de la insurrección
antibatistiana --una familia oriental y una microfracción
de la burguesía que se apoderó de la república--,
¿no estamos obligados desmontar los mecanismos mitohistóricos
de la revolución antes de adelantarnos a decretar su clausura?
Armengol habla, finalmente, de lo provechoso
de ''conocer la verdad'', sin explicar a qué verdad alude,
para enseguida concluir: ''En cualquier caso, lo mejor para una
nación es llegar al momento en que los hechos ocurridos durante
dictaduras y guerras de cualquier índole son temas de libros
y películas. Contribuir a no demorar su llegada merecía
hasta un calificativo muchas veces distorsionado: es un deber patriótico''.
Para el Che y Fidel Castro ya llegó ese momento libresco
que reclama el cuentista, ¿pero cuánto deberemos esperar
aún antes de ir al cine a ver la película de Fulgencio
Batista?
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