Antropología
del chavismo
Carlos Alberto Montaner / El nuevo Herald
José María Aznar pensó que Chávez
era educable y le regaló un libro demoledor sobre Cuba: Trilogía
sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez. En una prosa
salvaje, como de tatuaje en el escroto, el autor describía
una realidad nauseabunda que nada tenía que ver con las fantasías
revolucionarias. La pobre isla estaba más cerca de las alcantarillas
llenas de ratas que del paraíso del proletariado. Chávez
seguramente no entendería un sutil análisis político,
pero un escabroso relato escrito con testosterona tal vez estaba
a su alcance.
Esto sucedió en 1999, poco antes de la Cumbre
Iberoamericana de La Habana. Aznar llevaba tres años al frente
del gobierno español y Chávez acababa de ser elegido.
Entonces parecía que, con un poco de paciencia, se le podían
enseñar algunos trucos democráticos y ciertos modales
de salón para que se comportara como una criatura razonable
capaz de compartir con sus colegas sin temor a que les lanzara un
mordisco. Pero el plan no funcionó. El venezolano pertenecía
a una especie que no aprende ni con un tutor real. Sabe hablar,
pero no escucha ni calla. Sabe leer, pero no entiende. Es una criatura
muy agresiva que aterra a propios y extraños y se impone
con aullidos, golpes de pecho, y la exhibición permanente
de los colmillos.
Eso se llama ''gobernar por intimidación''
y es un rasgo típico de ciertos primates de Borneo y de algunos
homínidos de la cuenca del Caribe. Esa conducta, además,
trae aparejada una valiosa recompensa emocional: despierta la atención
general y convierte al que la ejecuta en un vistoso foco de atracción.
Si uno accede al podio de Naciones Unidas y pronuncia el millonésimo
discurso sobre la conveniencia de preservar la paz y alimentar a
los pobres, no hay forma humana de aparecer en el New York Times.
Eso se logra, en cambio, declarando que el diabólico George
W. Bush dejó una perceptible fetidez a azufre cuando pasó
por la tribuna previamente. Es cierto que la mefistofélica
referencia no contenía ningún elemento interesante,
pero el objetivo no era hacer un aporte al debate político
racional, sino salir en los papeles a cualquier precio.
La cosa, pues, es llamar la atención mediante
una mueca desmesurada, unos zapatones y una narizota colorada. Ahí
coinciden dos elementos típicos de la personalidad narcisista:
el exhibicionismo y el histrionismo. El Narciso siente la urgencia
de que lo admiren y para lograrlo se exhibe en una postura llamativa.
Hitler, Mussolini, Nikita Jrushov e Idi Amín fueron así.
Todavía lo son Fidel Castro, Gadhaffi y Kim Jong-il. Son
gentes que han confundido la realidad con la pista de un circo y
disfrutan sin pausa las risas y los aplausos de sus subordinados,
refuerzos positivos que incrementan constantemente el número
y la intensidad de sus peores comportamientos: ''¿viste como
el jefe acabó con ellos?''. El jefe siempre es tan gracioso.
Este tipo de personalidad siempre vive por y para
el conflicto. Le encanta la pelea, el desafío, y navegar
contra la corriente. Para ellos, gobernar es eso: la confrontación
permanente, el choque, vencer a los adversarios, liquidar a los
enemigos, darles en la madre a los americanos y destruir a quienes
se les oponen. La simple sugerencia de buscar consensos y negociar
las diferencias les parece una humillación insoportable.
Quienes disienten no son personas con opiniones diferentes, sino
gusanos, arañas peludas, diablos, cualquier alimaña
al alcance de un enérgico pisotón revolucionario.
¿Qué se hace con estas gentes?
Los chinos están ensayando una variante moderna
de la lobotomía. Con cierta manipulación de los lóbulos
frontales han conseguido amansar a algunos psicópatas agresivos
hasta dejarlos dulcemente risueños y apacibles, aunque algo
bizcos, pero la operación todavía está en fase
experimental y no es probable que se entreguen voluntariamente a
este tipo de terapia radical. Por otra parte, se trata de enfermos
que, aunque claramente tienen una dolencia descrita en todos los
libros de texto, son otros los que la padecen. Ellos son sólo
los portadores del síndrome, no las víctimas, y es
difícil llevarlos por las buenas hasta el quirófano.
Eso explica la melancólica frase de uno de los presidentes
cuando el incidente entre el monarca español y Hugo Chávez:
''pobre Juan Carlos, no sabe que es más fácil impedir
un golpe militar que callar a este hombre''. Hay tareas imposibles.
Imprimir
CubaNet no reclama exclusividad de sus colaboradores,
y autoriza la reproducción de este material, siempre que
se le reconozca como fuente. |