14 de noviembre de 2007
 
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La última reflexión y el próximo comandante

Diario Las Américas
Por Armando Añel

La historia de la revolución cubana, o del proceso al que algunos todavía llaman revolución cubana, es también la historia de un despropósito, de una tragicomedia en la que los sucesivos ingredientes dramáticos no han conseguido diluir completamente la comicidad de la trama.

La última reflexión de Fidel Castro, publicada el pasado día 11 por la prensa gubernamental cubana, constituye un grano de arena más en el erial de improvisaciones, meteduras de pata, ridiculeces y tonterías que ha convertido al castrista en uno de los regímenes más estrambóticos, y por lo mismo más risibles, de la historia latinoamericana.

Titulada “El valor de las ideas”, la breve diatriba de este domingo pone al descubierto las lagunas mentales en las que chapotea el dictador cubano, quien se muestra incapaz de trasladar sus ideas al papel con un mínimo de coherencia u organicidad. Aunque con anterioridad varios de los textos de Castro habían revelado su precario estado de salud, en esta última proclama los desajustes del gobernante resultan particularmente visibles.

El hecho de que sus editores no hayan podido enmendarle la plana apunta, no obstante, a que en el contexto de las estructuras de poder castristas su ascendiente se mantiene incólume.

En el texto publicado, una caótica mezcla de panegírico, diatriba y panfleto, Castro ataca al presidente salvadoreño Antonio Saca, elogia a Hugo Chávez y al guerrillero argentino Ernesto Che Guevara, y se queja de que la próxima Cumbre Iberoamericana será dedicada a la juventud.

Lo que pretende pasar por una reflexión sobre el evento recién finalizado en Santiago de Chile, vuelve sobre varios de los lugares comunes exportados por el castrismo durante el último medio siglo, pero sin orden ni ilación, en una especie de aquelarre conceptual que llega a rozar el esperpento.

El viejo parlanchín ejecutado por sus palabras. La incontinencia de Castro –recuérdese que dicta sus reflexiones en lugar de escribirlas directamente- le pasa cada vez más factura a sus acólitos.

Sin embargo, es en este escenario que la figura emergente de Hugo Chávez encaja como anillo en el dedo. Si Castro representa al comandante ridiculizado por obra y gracia de la degeneración física, Chávez simboliza la otra cara de esa misma moneda: el ex teniente de paracaidistas –el próximo comandante- caricaturizado por su desenfreno hormonal.

Castro y Chávez confluyen finalmente, aquí y ahora, en el momento más bajo de sus desempeños simbólicos.

El segundo, ya sin apenas frenos estructurales que le impidan llevar adelante –esto

es, hacia atrás- su proyecto totalitario, aparece en su versión definitiva, como lo que verdaderamente es: un pobre tipo afectado por el sobrepeso, los delirios de grandeza y un hipersensible complejo de inferioridad.

El primero, en cambio, agoniza irremediablemente, convertido en una suerte de fantasma de la opera bolivariana.

A pesar de la represión y el crimen, el final de Castro transpira comicidad: no paran de despertarla su incoherencia, su indumentaria, su bravuconería. Comicidad y, al unísono, un hálito trágico, la chochera como espectáculo, que pudiera provocar la lástima de los menos enterados.

A pesar de sus millones, del petróleo a cien dólares el barril –el precio del crudo se ha cuadruplicado en los últimos cinco años, precisamente durante el periodo de consolidación del régimen chavista-, el relevo del comandante continúa dorando la píldora de su incapacidad, convertido en el hazmerreír más rocambolesco, pero también más vituperante, de cuantos han pasado por los foros internacionales.

Es la comedia latinoamericana, o la tremebunda comedia castrochavista, arribando a su punto culminante.

Más bien la tragicomedia, si se tiene en cuenta a los millones de cubanos y venezolanos que padecen directamente la degeneración del periodista en jefe, la enajenación del próximo comandante.

 

 
 
 
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