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La última reflexión y el próximo
comandante
Diario Las Américas
Por Armando Añel
La historia de la revolución cubana, o
del proceso al que algunos todavía llaman revolución
cubana, es también la historia de un despropósito, de
una tragicomedia en la que los sucesivos ingredientes dramáticos
no han conseguido diluir completamente la comicidad de la trama.
La última reflexión de Fidel Castro, publicada el pasado
día 11 por la prensa gubernamental cubana, constituye un grano
de arena más en el erial de improvisaciones, meteduras de pata,
ridiculeces y tonterías que ha convertido al castrista en uno
de los regímenes más estrambóticos, y por lo
mismo más risibles, de la historia latinoamericana.
Titulada “El valor de las ideas”, la breve diatriba de
este domingo pone al descubierto las lagunas mentales en las que chapotea
el dictador cubano, quien se muestra incapaz de trasladar sus ideas
al papel con un mínimo de coherencia u organicidad. Aunque
con anterioridad varios de los textos de Castro habían revelado
su precario estado de salud, en esta última proclama los desajustes
del gobernante resultan particularmente visibles.
El hecho de que sus editores no hayan podido enmendarle la plana
apunta, no obstante, a que en el contexto de las estructuras de poder
castristas su ascendiente se mantiene incólume.
En el texto publicado, una caótica mezcla de panegírico,
diatriba y panfleto, Castro ataca al presidente salvadoreño
Antonio Saca, elogia a Hugo Chávez y al guerrillero argentino
Ernesto Che Guevara, y se queja de que la próxima Cumbre Iberoamericana
será dedicada a la juventud.
Lo que pretende pasar por una reflexión sobre el evento recién
finalizado en Santiago de Chile, vuelve sobre varios de los lugares
comunes exportados por el castrismo durante el último medio
siglo, pero sin orden ni ilación, en una especie de aquelarre
conceptual que llega a rozar el esperpento.
El viejo parlanchín ejecutado por sus palabras. La incontinencia
de Castro –recuérdese que dicta sus reflexiones en lugar
de escribirlas directamente- le pasa cada vez más factura a
sus acólitos.
Sin embargo, es en este escenario que la figura emergente de Hugo
Chávez encaja como anillo en el dedo. Si Castro representa
al comandante ridiculizado por obra y gracia de la degeneración
física, Chávez simboliza la otra cara de esa misma moneda:
el ex teniente de paracaidistas –el próximo comandante-
caricaturizado por su desenfreno hormonal.
Castro y Chávez confluyen finalmente, aquí y ahora,
en el momento más bajo de sus desempeños simbólicos.
El segundo, ya sin apenas frenos estructurales que le impidan llevar
adelante –esto
es, hacia atrás- su proyecto totalitario, aparece en su versión
definitiva, como lo que verdaderamente es: un pobre tipo afectado
por el sobrepeso, los delirios de grandeza y un hipersensible complejo
de inferioridad.
El primero, en cambio, agoniza irremediablemente, convertido en una
suerte de fantasma de la opera bolivariana.
A pesar de la represión y el crimen, el final de Castro transpira
comicidad: no paran de despertarla su incoherencia, su indumentaria,
su bravuconería. Comicidad y, al unísono, un hálito
trágico, la chochera como espectáculo, que pudiera provocar
la lástima de los menos enterados.
A pesar de sus millones, del petróleo a cien dólares
el barril –el precio del crudo se ha cuadruplicado en los últimos
cinco años, precisamente durante el periodo de consolidación
del régimen chavista-, el relevo del comandante continúa
dorando la píldora de su incapacidad, convertido en el hazmerreír
más rocambolesco, pero también más vituperante,
de cuantos han pasado por los foros internacionales.
Es la comedia latinoamericana, o la tremebunda comedia castrochavista,
arribando a su punto culminante.
Más bien la tragicomedia, si se tiene en cuenta a los millones
de cubanos y venezolanos que padecen directamente la degeneración
del periodista en jefe, la enajenación del próximo comandante.