Hilda
Jorge Olivera Castillo, Sindical Press
LA HABANA, Cuba, noviembre (www.cubanet.org)
- Su fe debe ser inconmovible. De lo contrario estaría internada
en una sala de psiquiatría o con la identidad marchitándose
dentro de un sarcófago. Es una mujer que resiste, pese a
su debilitada salud. Simplemente aspira a reencontrarse con su hijo,
abrazar a sus nietos, platicar con su nuera. Con tales anhelos,
molesta, enfurece a quienes ostentan el monopolio de todas las llaves,
de todos los candados. Por eso la sucesión de denegaciones
a su solicitud del permiso de salida para viajar a Argentina.
Tiene un censor implacable y vengativo, Fidel Castro.
Es el autor directo de su calvario. Aún le quedan fuerzas
para sostener la vara con que castiga, sin piedad, a una mujer que
tuvo la osadía de renunciar a su puesto como diputada a la
Asamblea Nacional del Poder Popular, a sus altas responsabilidades
en el Centro Internacional de Restauración Neurológica
(CIREN), del cual fue fundadora, y a la militancia en las filas
del Partido Comunista (PCC).
Hilda Molina es una especialista de renombre en trasplantes de tejido
cerebral. Fue pionera en esta especialidad y una de sus principales
impulsoras dentro de Cuba.
Sólo que en 1994 acabó por concretarse
la idea de romper con algo que se convirtió en un lastre
para su conciencia. ¿Por qué priorizar la atención
para los extranjeros en detrimento de los nacionales? ¿Por
qué seguir siendo partícipe del fraude, la manipulación,
el clientelismo, la segregación que subyace, fundamentalmente,
en los servicios médicos para la élite, sus familiares
y los más cercanos colaboradores?
La respuesta selló su destino. Hilda Molina y su madre son
rehenes del gobierno. Dos mujeres amarradas a la voluntad de un
caudillo que le dedica una dosis especial de odio. Sin llevarlas
formalmente a la cárcel las mantiene en un cautiverio no
menos letal. Las aniquila con paciencia, las aterroriza sin la estridencia
de las puertas de hierro de Manto Negro, la tenebrosa prisión
para mujeres, ni la ayuda de las torturadoras que allí se
deleitan en su trabajo psicológico.
Simplemente de aquí no salen. La familia, los derechos fundamentales,
los sentimientos de un par de damas consumidas por una espera que
ya se prolonga por 12 años, no cuentan en esta historia.
No hay perdón, ni un gesto de cordura, ni la natural caballerosidad
ante los pedidos de una señora de hablar pausado, especiales
dotes comunicativas y una delicadeza regalada por los ángeles.
Del portazo en plena cara, saben el presidente argentino Néstor
Kirchner y el máximo responsable del ejecutivo español
José Luis Rodríguez Zapatero, dos de las personalidades
que han intervenido en el asunto con la idea de alguna solución.
Ahora Roberto Quiñones, el hijo de Hilda Molina, apela a
la presidenta de Chile Michelle Bachelet. Haría falta que
la estadista chilena hiciera todo cuanto esté a su alcance
para poner fin a algo tan grotesco. La señora Bachelet es
también doctora y sufrió junto a su familia los desmanes
de la dictadura de Augusto Pinochet. Es decir, que los puntos coincidentes
con su atribulada colega podrían constituirse en vías
para asegurar un compromiso de intervenir con firmeza en el asunto.
No obstante, habrá que esperar por una decisión donde
intervendrán por un lado los intereses políticos y
por el otro lo relacionado con la esfera de los sentimientos y de
elementales posturas solidarias. A principios de 2006 una gestión
similar resultó fallida. La señora Bachelet hizo mutis.
Es difícil adivinar que sucederá con la petición.
En cambio, es válido dar por sentado que Hilda no va a pedir
perdón. No se arrepiente de ser una hereje. Hizo lo que consideró
justo y por eso le dinamitaron casi todos los puentes que llegan
a su familia.
Apenas le queda el teléfono, siempre a merced
del ánimo de sus carceleros. ¿Qué justifica
tan diabólico ensañamiento?
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