31 de diciembre de 2007

BALANCE DE 2007 / EL ENEMIGO DEL AÑO / HUGO CHAVEZ

EL DOBLE EFECTO PIGMALION

ALUMNO Y MAESTRO. Castro buscaba la lealdad y la entrega de un heredero. Chávez soñaba con esa herencia y acabó convertido en el padre de su padre, en su médico de cabecera, en el muchacho torpe que dice en público los secretos de familia.

POR RAUL RIVERO

Los pocos hombres que consiguen ejercer el poder total sin tiempo fijo tienen una noción escandalosa de la eternidad. Pasan por la vida, por la vida de ellos y por la de sus semejantes, a galope tendido y con el pelo suelto. Hasta que una mañana, una tarde, una noche -después de ciertas sumisiones de la carne, algunos desfallecimientos sorpresivos y ligeros desequilibrios de la bestia- descubren que la inmortalidad era nada más que el primer sueño que tuvo que obligar a soñar para que le creyeran.


Y, entonces, como parte de los vicios y las patologías que se adquieren en esos procesos, el dictador tiene que salir a buscar un sustituto. Alguien que lo sostenga en el aire, una fuerza afín que le permita asistir de todas formas a las evoluciones, los fuegos, el atractivo entramado del porvenir.
Fidel Castro, un hombre que ha estado solitario en el poder absoluto durante casi medio siglo, comenzó hace unos años a crear pequeñas estatuas criollas que le dejaran permanecer para siempre en el cielo de Cuba. Pero sus proyectos no llegaron a transmitir calor a la superficie, ni a moverse, ni a dar la sensación de que la sangre corría en sus venas.
Nadie en el panteón yoruba escuchó las plegarias de Castro. A los dioses de Africa no les interesa la cultura griega. Las figuras que creó han necesitado siempre de su soplo y del movimiento de sus dedos de prestidigitador.
Los mitos no salen de la nada. No se fundan por un decreto del Estado. Se tejen con paciencia, imaginación y ayudas divinas.Castro no buscaba el amor, ni la belleza de una mujer, sino la lealtad y la entrega de un heredero.
Hugo Chávez, allá en el Sur, soñaba con esa herencia y fue una estatua que comenzó a levantarse sola. Golpe a golpe. Frente a los espejos sospechosos de los cuarteles y a un juego de fotografías de su Pigmalión del Caribe. Fidel Castro le dio después su forma definitiva.
El era también, como en la película Mi bella dama, un muchacho de arrabal, pero que haría que su Creador le pasara, en su momento, todos los secretos, las picardías, las argucias y las claves del poder.
Y ahí están después de una década de trabajos conjuntos. El artista isleño atribulado por los toques finales, por los remates de los costurones en la cabeza, unos puntos que le faltan en la boca, unas ideas que no le acaban de entrar y el ego que prefiere tomar el desayuno todas las mañanas en el Pico del Aguila, en Los Andes. Mientras, la efigie crece, se desborda, se le va de las manos, recorre el mundo con una tea embarrada de petróleo y una camisa roja.
El Creador, que viene de las frías escuelas de la Unión Soviética, prefiere las marchas militares y los himnos. Su obra maestra se muere por los corridos mexicanos y los boleros. Uno se quedó en el Pablo Neruda (nunca bien comprendido) de la poesía militante y el otro se hace acompañar a todas partes por escritores fieles y les arrebata de un tirón unos versos que no duda en leer ante cualquier micrófono encendido en tiempo de ametralladora.
Ahí están. El engendro convertido en el padre de su padre. En su maestro de ceremonias, en su portavoz oficial, en su médico de cabecera, en el muchacho torpe que dice en público los secretos de familia, en el pariente invitado que ha llegado a la casa con los billetes que sobresalen de los bolsillos y decide cambiar los muebles, ordenar que derriben la vieja mata de mango que está en el patio, comprarle un reloj de oro a la prima y unos retazos de tela barata para los pantalones de los niños.
Sí, el maestro y el discípulo en un permanente intercambio de papeles, con diálogos continentales por teléfonos, cartas cruzadas y discursos muertos a dos voces por emisoras de radio y cadenas de televisión que pagan los que ni los quieren oír.
Fidel Castro con todos los temores paternales. Con miedo por los excesos y el descontrol de su creación. El viejo incendiario espantado porque la estatua de carne y hueso no sale de una pendencia para entrar en otra. «Hay que seguir luchando», le escribe, «y corriendo riesgos, pero no jugar todos los días a la ruleta rusa».
No lo quiere perder y, a veces, simplemente no lo quiere. El anciano tiene necesidad de permanecer y para ello le hace falta sosiego, estabilidad, un poco más de tiempo para el betún trascendental que hay que darle a la figura que debe seguir el camino al galope hacia la eternidad, aunque sea con jinete de relevo.
Ahí están juntos y revueltos, pero en ocasos diferentes.

 

 
 
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