Martí
no ha muerto
Carlos Ripoll, El
Nuevo Herald, 11 de febrero de 2006.
Como a todo el que defiende la libertad y la
justicia en el país, en Cuba han sometido
al silencio a Martí. La prueba es que en
los 47 años de gobierno no se han atrevido
a publicar una biografía seria del héroe
ni una somera antología de su pensamiento
político. Con evidente cinismo, en el preámbulo
de la Constitución de 1992 se lee 'Declaramos
nuestra voluntad que la ley de leyes de la República
esté presidida por este profundo anhelo,
al fin logrado, de José Martí: 'Yo
quiero que la ley primera de la República
sea el culto de los cubanos a la dignidad plena
del hombre' ''; pero ahí lo interrumpen,
y le callan lo que enseguida dijo para explicar
lo que para él era ''la dignidad plena
del hombre'': "O la República tiene
por base el carácter entero de cada uno
de sus hijos, el hábito de trabajar con
sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio
integro de sí y el respeto, como de honor
de familia, al ejercicio íntegro de los
demás; la pasión, en fin, por el
decoro del hombre, o la República no vale
una lágrima de nuestras mujeres ni una
sola gota de sangre de nuestros bravos''.
Es una maldad, pero también, con otro
tamaño, lo es que se hable en el exilio
de la muerte de Martí, y hasta de una ''segunda
muerte'', por la manipulación castrista
de la figura y por los tropiezos de la República
antes de 1959. En un trabajo que titula La mitología
política en el culto a José Martí
habla Carlos Alberto Montaner, con mal disimulado
desdén, del ''nacionalismo romántico
representado por Martí''. La República
tuvo a partir de 1902 pecados y errores. Martí
no ignoraba las dificultades. Cuando un comerciante
le dijo que Cuba no quería la libertad
y que el pueblo no estaba preparado para constituirse
en República, Martí le contestó:
''Sí, tal vez haya tropiezos, pero ningún
pueblo puede aprender a ser libre siendo esclavo''.
No tuvo Cuba, en sus comienzos como República,
más injusticias, envidias y abusos de los
que tuvieron los Estados Unidos en tiempos de
Washington, Adams y Jefferson.
La desgracia de Cuba no sólo se debe a
que el ''entorno martiano'' estuvo alejado del
gobierno de la República, como cree Montaner.
No se ajusta a la verdad histórica, al
relacionar los presidentes de Cuba, decir que
''ninguno formaba parte del entorno martiano'':
el primero, Tomás Estrada Palma, fue la
persona más respetada por Martí
en la emigración de Nueva York y fue quien
lo sustituyó después de Dos Ríos
como jefe del Partido Revolucionario Cubano; los
generales José Miguel Gómez y Mario
G. Menocal pelearon en la guerra de Martí,
aun el tirano Gerardo Machado. Algunos del ''entorno
martiano'' murieron en la guerra, como Serafín
Sánchez y Flor Crombet, o no los dejaron
los americanos formar parte mayor en el gobierno,
como a Bartolomé Masó y a Juan Gualberto
Gómez.
Al hacer inventario de las desgracias de la sociedad
cubana, ''eminentemente romántica y sentimental'',
dice con cierto cinismo de salón Carlos
Alberto Montaner (''romanticismo sentimental''
que dio un Tony Guiteras, un Eduardo Chibás
y un José Antonio Echeverría, entre
tantos otros nobles espíritus), de espaldas
a los adelantos que a pasos cortos hacía
esa sociedad cubana, hasta lograr la derrota de
la dictadura de Batista, prueba de su madurez,
no es honrado ignorar, en los males de Cuba, la
responsabilidad de España por su soberbia,
y la penetración codiciosa de los Estados
Unidos en los asuntos del país. Todavía
dañan el alma nacional los dos enemigos
mayores de Martí, representados en su tiempo
por los autonomistas y los anexionistas, los que
querían dialogar con el crimen y los que
querían someter el país a los intereses
de Wall Street. Y como para ensalzar al yanqui,
destaca Montaner la pensión que le concedió
el gobierno interventor a la madre de Martí
en 1899, y el ascenso del hijo (''el único
hijo reconocido del Apóstol'', aclara con
artera ironía Montaner), durante la segunda
intervención, a ''capitán del ejército
mambí'', lo que no es cierto: Pepito Martí
se ganó ese grado por sus méritos
en el ataque a Tunas en 1897; y hasta afirma Montaner
que el culto a Martí se refuerza en el
gobierno de Charles Magoon porque el 24 de febrero
de 1907 se pusieron en un panteón los restos
de Martí, cuando lo cierto es que dicho
acto se realizó por gestiones de Pepito
Martí, del Gobernador de Oriente, Federico
Pérez Carbó, de los generales Portuondo
Tamayo y Emilio Lora, del médico de Maceo,
Fernández Mascaró, y de Emilio Bacardí.
Ni tampoco es cierto, como afirma Montaner, que
''los cubanos de principios del siglo XXI'', estén
''escépticos y desengañados con
todo'', como parece que lo está él;
eso es lo que cree Castro, y así los gobierna,
y así desprecia al exilio. La apatía
de allá y de aquí, por falta de
un programa real y puro, y por falta de líderes
capaces, encubre un resentimiento y una frustración
que en su momento hará su obra constructiva.
La nacionalidad cubana padece hoy uno de esos
lapsos que no son extraños en la historia
de la humanidad. El deber de los que vivimos allá
y aquí, en esta etapa infeliz, es mantener
viva la fe en el ejemplo de los mejores. No matar
a Martí, o darlo por muerto, sino mantenerlo
vivo en la conducta y en la esperanza, que es
la única manera que en los pueblos viven
los mártires y los héroes.
Pocas horas antes de su caída en Dos Ríos,
Martí escribió: ''Sé desparecer.
Pero no desaparecería mi pensamiento, ni
me agriaría mi oscuridad''. No nos ciegue
la oscuridad, y mantengamos vivo su pensamiento.
Martí no ha muerto.
|