PRENSA INTERNACIONAL
Marzo 17, 2005
 

Monroe, Bolívar y Fidel

Sergio Muñoz Bata. El Nuevo Herald, 17 de marzo de 2005.

La afortunada mediación de Fidel Castro en el reciente conflicto entre los presidentes de Venezuela, Hugo Chávez y el colombiano, Alvaro Uribe, ha fortalecido una corriente de opinión en Estados Unidos que aboga por la gradual normalización de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.

La disputa empezó cuando, exasperado por la presencia de miembros de las narcoguerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en Venezuela y el amparo de las autoridades venezolanas a miembros de esa agrupación criminal, Uribe decidió sobornar a venezolanos para que ''extraditaran'' a su país a un prominente guerrillero colombiano.

En un artículo reciente, con su acostumbrada precisión y honestidad, Michael Shifter, de Diálogo Interamericano, recomendó que al diseñar sus políticas para lidiar con el impredecible Chávez, Estados Unidos debería considerar que Fidel podría desempeñar un papel constructivo.

La posición pro-Uribe del Departamento de Estado y la acefalía en la OEA orillaron a Uribe, a quien muchos catalogan como el líder indiscutible de la derecha hemisférica (yo confieso que lo veo más como un demócrata liberal dentro de los cánones de la vieja acepción europea del liberalismo) a acudir ante el único mediador efectivo ante Chávez, el dictador de izquierdas Fidel Castro. Uribe no se equivocó. Castro planteó acertadamente los términos del arreglo y, al menos de manera temporal, la crisis se resolvió. Shifter también acierta al sugerir que la política estadounidense hacia Cuba no ha sido sino un largo fracaso que se arrastra hace ya más de cuatro décadas y cuando sugiere que se debería avanzar hacia la normalización gradual de las relaciones diplomáticas con el gobierno de la isla caribeña.

Lo que nadie sabe es el costo de las mediaciones de Fidel. Todavía peor, la duda más profunda es si Fidel podría moderar las desenfrenadas aspiraciones regionales de Chávez.

Las acciones de Chávez, sus discursos y sus vinculaciones, aunadas a la riqueza petrolera de Venezuela, indican que el proyecto bolivariano de Chávez no se agota en su país. Chávez lleva más de una década preparándose para ser el caudillo de la revolución continental. Su intención de patrocinar a los Sin Tierra en Brasil, a los cocaleros bolivianos de Evo Morales, a los desposeídos en Ecuador y Perú, a los piqueteros en Argentina y a los narcoguerrilleros de Colombia no es ningún secreto.

El 12 y 13 de noviembre, durante un taller con la cúpula político-militar venezolana, Chávez presentó su ''Nuevo mapa estratégico'', de esta manera: "Se han venido definiendo dos ejes contrapuestos, Caracas, Brasilia, Buenos Aires. Ese es el eje sobre el cual corren vientos fuertes de cambio con mucha fuerza... Existe otro eje, Bogotá-Quito-Lima-La Paz-Santiago de Chile, ese eje está dominado por el Pentágono, es el eje monroísta... Monroe o Bolívar... Claro que la estrategia nuestra debe ser quebrar ese eje y conformar la unidad sudamericana y creo que no es un sueño, creo que nunca antes en América se había dado una situación como ésta. Hace tres años éramos Cuba y Venezuela, a nivel de gobierno, y ahora cómo ha cambiado la situación''.

La Colombia de Uribe está en la mira de Chávez. Y para ello, bajo el pretexto de una posible invasión norteamericana, el coronel ex golpista hoy ''convertido'' a la democracia se ha dedicado a fortificar al ejército venezolano comprando a Rusia aviones de combate, helicópteros de combate y fusiles de repetición.

Frente a estas realidades, las preguntas obligadas son: ¿podría Uribe acudir a Fidel como mediador ante Chávez si éste cumpliera su amenaza de ''romper el eje monroísta'' empezando con Colombia? Y, ¿tiene Colombia la capacidad militar adecuada para repeler una agresión del incontrolable coronel Chávez, mientras continúa enfrascada en una lucha frontal contra guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes?

La respuesta en ambos casos es no, mientras que la respuesta militar de Estados Unidos a una agresión contra Colombia sería más que una obligación moral.


La afortunada mediación de Fidel Castro en el reciente conflicto entre los presidentes de Venezuela, Hugo Chávez y el colombiano, Alvaro Uribe, ha fortalecido una corriente de opinión en Estados Unidos que aboga por la gradual normalización de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.

La disputa empezó cuando, exasperado por la presencia de miembros de las narcoguerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en Venezuela y el amparo de las autoridades venezolanas a miembros de esa agrupación criminal, Uribe decidió sobornar a venezolanos para que ''extraditaran'' a su país a un prominente guerrillero colombiano.

En un artículo reciente, con su acostumbrada precisión y honestidad, Michael Shifter, de Diálogo Interamericano, recomendó que al diseñar sus políticas para lidiar con el impredecible Chávez, Estados Unidos debería considerar que Fidel podría desempeñar un papel constructivo.

La posición pro-Uribe del Departamento de Estado y la acefalía en la OEA orillaron a Uribe, a quien muchos catalogan como el líder indiscutible de la derecha hemisférica (yo confieso que lo veo más como un demócrata liberal dentro de los cánones de la vieja acepción europea del liberalismo) a acudir ante el único mediador efectivo ante Chávez, el dictador de izquierdas Fidel Castro. Uribe no se equivocó. Castro planteó acertadamente los términos del arreglo y, al menos de manera temporal, la crisis se resolvió. Shifter también acierta al sugerir que la política estadounidense hacia Cuba no ha sido sino un largo fracaso que se arrastra hace ya más de cuatro décadas y cuando sugiere que se debería avanzar hacia la normalización gradual de las relaciones diplomáticas con el gobierno de la isla caribeña.

Lo que nadie sabe es el costo de las mediaciones de Fidel. Todavía peor, la duda más profunda es si Fidel podría moderar las desenfrenadas aspiraciones regionales de Chávez.

Las acciones de Chávez, sus discursos y sus vinculaciones, aunadas a la riqueza petrolera de Venezuela, indican que el proyecto bolivariano de Chávez no se agota en su país. Chávez lleva más de una década preparándose para ser el caudillo de la revolución continental. Su intención de patrocinar a los Sin Tierra en Brasil, a los cocaleros bolivianos de Evo Morales, a los desposeídos en Ecuador y Perú, a los piqueteros en Argentina y a los narcoguerrilleros de Colombia no es ningún secreto.

El 12 y 13 de noviembre, durante un taller con la cúpula político-militar venezolana, Chávez presentó su ''Nuevo mapa estratégico'', de esta manera: "Se han venido definiendo dos ejes contrapuestos, Caracas, Brasilia, Buenos Aires. Ese es el eje sobre el cual corren vientos fuertes de cambio con mucha fuerza... Existe otro eje, Bogotá-Quito-Lima-La Paz-Santiago de Chile, ese eje está dominado por el Pentágono, es el eje monroísta... Monroe o Bolívar... Claro que la estrategia nuestra debe ser quebrar ese eje y conformar la unidad sudamericana y creo que no es un sueño, creo que nunca antes en América se había dado una situación como ésta. Hace tres años éramos Cuba y Venezuela, a nivel de gobierno, y ahora cómo ha cambiado la situación''.

La Colombia de Uribe está en la mira de Chávez. Y para ello, bajo el pretexto de una posible invasión norteamericana, el coronel ex golpista hoy ''convertido'' a la democracia se ha dedicado a fortificar al ejército venezolano comprando a Rusia aviones de combate, helicópteros de combate y fusiles de repetición.

Frente a estas realidades, las preguntas obligadas son: ¿podría Uribe acudir a Fidel como mediador ante Chávez si éste cumpliera su amenaza de ''romper el eje monroísta'' empezando con Colombia? Y, ¿tiene Colombia la capacidad militar adecuada para repeler una agresión del incontrolable coronel Chávez, mientras continúa enfrascada en una lucha frontal contra guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes?

La respuesta en ambos casos es no, mientras que la respuesta militar de Estados Unidos a una agresión contra Colombia sería más que una obligación moral.

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