Guerras
asimétricas
Néstor Díaz De
Villegas, El
Nuevo Herald, 1 de junio de 2005.
Vuelve a actualizarse un debate político
que viene renovándose desde hace más
de cien años: la pertinencia de reconocer
el estado crónico de beligerancia entre
los cubanos. Cada cual puede revisar la historia
a este respecto: los países de ''nuestra
América'', tanto como los Estados Unidos,
se negaron históricamente a hacerlo, por
lo menos desde la Guerra de los Diez Años.
Que nos neguemos a reconocerlo nosotros mismos
es asunto que compete a la sociopatología.
En un artículo reciente (Encuentro en
la Red, 12 de mayo de 2005), Emilio Ichikawa afirma
que Orlando Bosch y Fidel Castro --siguiendo un
patrón, en lo que él considera "vidas
en diagonalidad''-- sufrieron la misma esquizofrenia:
tachar de invasiones extraterrestres a las que
de hecho eran guerras intestinas. Bahía
de Cochinos sería entonces una invasión
foránea y no el episodio nacional de un
pueblo en conflicto consigo mismo. Pero el autor
de Vidas diagonales se queda corto al no incluir
también el caso Posada Carriles en esa
guerra civil, y rebajarlo a mero estado de "opinión''.
Cuba, efectivamente, es una nación en
guerra, en estado de guerra: que dejáramos
tan importante convicción en manos de Posada
Carriles, de Fidel Castro y de Orlando Bosch --que
su enunciado recayera en los matutinos de los
locutores de la radio miamense y no en el discurso
de los pensadores-- dice mucho de nuestra negativa
a asumirnos como somos. La imposición de
la ''solución pacífica'' como única
realidad posible ha logrado que todas las otras
sean consideradas deficientes, cuando no criminales:
los intelectuales pusieron una prudente distancia
entre sus personas y cualquier referencia, así
fuera técnica, a nuestro inconfesable estado
de beligerancia. Se habla del exilio guerrerista,
pero fue el poderoso exilio idealista quien terminó
imponiendo su retocada versión de la realidad.
Si reconociéramos el estado de guerra,
nos veríamos obligados a admitir que en
una guerra (sobre todo en una guerra que dura
50 años) mueren inocentes. Y si en 50 años
de conflicto algún soldado solitario, que
Ichikawa tilda de condottiero, provocó
la muerte de 76 inocentes, cada cual tendrá
que calcular cuál es el precio (en inocencia)
de las guerras civiles: toda guerra se reduce,
al fin y al cabo, a un ajuste de cuentas, a una
cuestión de números.
Tampoco la guerra contra Batista fue un conflicto
armado tradicional. Si se quiere saber cómo
se derrocó a la dictadura batistiana, recomiendo
la lectura del libro Vida clandestina de Enrique
Oltuski, el arquitecto del terror castrista: se
ponen bombas en los cines, en las terminales de
ómnibus, se mata a inocentes, se crea el
caos. En una reciente visita publicitaria a Toronto,
Oltuski defendió sus asesinatos de hace
medio siglo y Michael Posner, del Toronto Globe,
lo aplaudió en un artículo laudatorio
titulado Viva the Revolution. El terrorismo urbano
es la única manera de desestabilizar una
dictadura terca. Es un arma sancionada por los
buenos revolucionarios. La muerte de un puñado
de inocentes no debe ser objeción cuando
están en juego las vidas de muchos millones
de inocentes, e incluso (en una larga dictadura)
las de los inocentes que aún están
por nacer.
Después de hacerlas coincidir, es justo
deslindar --como hace Ichikawa-- las vidas de
Castro y Orlando Bosch, de Oltuski y Posada Carriles.
El doctor Bosch participó en el movimiento
terrorista 26 de Julio y tomó de él
los principios de la guerra sucia --los bombazos
que siguieron son el legado del 26 de Julio, y
el avión de Barbados debería figurar
como otro capítulo del libro negro de Oltuski.
Pero hasta ahí llega la intersección
de diagonales: ir más lejos sería
alejarnos exponencialmente de la realidad. Posada
Carriles es un perseguido y nadie invita a Bosch
a dar un discurso en Toronto. Hay una marcada
diferencia entre hacer la guerra desde el Palacio
de la Revolución y sufrirla en el ghetto.
|