Arnaldo V. Yero.
El Nuevo Herald,
junio 24, 2003.
Muchos se preguntan qué está pasando en Cuba. ¿Cómo
es posible que Fidel Castro haya cometido el error de enajenarse la prensa
internacional, a la intelectualidad de izquierda y hasta haya echado por tierra
su aceptación en el acuerdo de Cotonú y su política para
lograr el levantamiento del embargo estadounidense, encarcelando a opositores
pacíficos y fusilando a tres jóvenes que trataban de escapar de la
isla, tras unos juicios sumarios más burdos que las purgas estalinistas?
La primera respuesta que salta a la vista es que Castro, cuyo objetivo
fundamental sigue siendo mantener el poder absoluto, sintió que la
situación política se le estaba yendo de las manos porque la
oposición interna había ganado demasiada fuerza (decenas de
bibliotecas independientes; proliferación de organizaciones no
gubernamentales contestatarias; periodistas y publicaciones independientes; más
de 30,000 firmas para el Proyecto Varela), por lo que decidió aplastarla
inventando una ''conspiración contrarrevolucionara auspiciada por Estados
Unidos''. En este sentido Castro ha sido consistente con su modus operandi:
echarle la culpa de todo al ''imperialismo'' para desviar la atención del
problema real, que es el diferendo entre su dictadura y el pueblo cubano. ¿Qué
ha cambiado entonces? ¿Dónde está la falla del comandante en
jefe? Sencillamente, en que la fórmula ya no le funciona porque por
primera vez en su larga carrera sus opositores le cambiaron las reglas del juego
y, al utilizar las armas de la razón para defender los derechos humanos y
civiles de todos los cubanos de manera pacífica, le quitaron el manto de
defensor justiciero del pueblo en el que estaba envuelto.
La historia de las ''victorias'' de Castro es en realidad el relato de los
errores de sus contrarios. Su éxito siempre estuvo basado en el instinto
para explotar la debilidad de sus oponentes y en haber sabido envolverse en una
causa justa para encubrir su naturaleza despótica. El ataque al cuartel
Moncada fue una idea descabellada que concluyó en una aplastante derrota
militar. Si el ejército hubiera respetado la integridad física de
los prisioneros, Castro habría quedado ante los ojos de la sociedad como
un criminal irresponsable que puso en juego la vida de sus compañeros
para catapultarse como líder a nivel nacional. Fue la brutalidad de los
militares contra los detenidos lo que convirtió el desastre del Moncada
en una derrota política para la dictadura de Fulgencio Batista.
En 1959 Cuba solamente necesitaba políticos honrados que restauraran
la fe en las instituciones democráticas y que restablecieran el ritmo
constitucional interrumpido por el golpe militar del 10 de marzo. Pero Castro,
que de haberse postulado en unas elecciones libres habría sido electo sin
discusión como presidente, se valió del engaño, la
demagogia --y de la torpeza diplomática de Estados Unidos-- para
insertarse en el tablero de la guerra fría como peón de la Unión
Soviética, envuelto en las banderas del antiimperialismo y la soberanía
nacional, para perpetuarse en el poder.
La invasión de Bahía de Cochinos, condenada de antemano al
fracaso por decisión del presidente John F. Kennedy, sólo sirvió
para que Castro desmantelara la oposición interna y justificara el giro
de la revolución hacia el socialismo de corte estalinista. La lucha en el
Escambray, los sabotajes, los atentados dirigidos por la CIA en los primeros años,
fueron la coartada perfecta para que solidificara su poder mediante el terror
revolucionario.
Es muy fácil encubrir la ambición desmedida detrás de
la denuncia a un régimen autoritario que viola la constitución y
asesina a los contrarios; traicionar a un pueblo joven e inmaduro cuando se
tiene el don de la palabra demagógica y el dominio de los sofismas políticos;
satisfacer los delirios de grandeza cuando el sudor y la sangre los pone el
pueblo y la cuenta de los fracasos la paga una potencia extranjera; justificar
la soberbia y la crueldad cuando se condena y se fusila en nombre de la
''defensa de la patria''. Pero reprimir arbitrariamente a hombres y mujeres
desarmados por defender sus derechos de manera pacífica es injustificable
ante el mundo civilizado de hoy, aunque se tenga el poder absoluto de cambiar
las leyes, el control de los tribunales y el monopolio de las plazas públicas.
''La fuerza no engendra derecho'', escribió el filósofo francés
Jean-Jacques Rousseau en El contrato social, y todo el mundo sabe ahora que en
Cuba impera el derecho ilegítimo del más fuerte. Castro no ha
cambiado. Sigue siendo el mismo del asalto al Moncada. Sólo que ahora lo
vemos ensañarse contra hombres y mujeres indefensos para defender su
poder personal, al desnudo y sin coartada. |