Vicente Echerri.
El Nuevo Herald,
junio 19, 2003.
Un cubano que escribe desde Suecia y que, desde hace años, gusta de
hacerse el sueco mientras pontifica, de vez en cuando, ''con fluidez e
ignorancia'', como diría Borges, sobre la crisis, el problema o, más
bien, el atolladero en que Cuba está metida por el castrismo, ha dicho
hace unos días, en un artículo publicado en España, que hay
que ''desamericanizar'' la cuestión cubana; es decir, que la culpa de
todo lo que nos ha ocurrido: esta larga dictadura, el igualmente largo exilio,
el fracaso del socialismo cubano y, desde luego, la desmedida represión
de los últimos meses se debe a la injerencia yanqui. Su receta es que los
cubanos debemos resolver esto por nuestra cuenta, en una especie de banquete
orgiástico, o de recholata, de verdugos y víctimas. Los americanos
(entiéndase norteamericanos) fuera, fuera. Fidel Castro y sus mafiosos
deben ser de la misma opinión.
Pero los ''americanos'', entendiendo por este término la nación
más poderosa y pujante de la historia, no sólo son nuestros
vecinos inmediatos, sino que nuestro zarandeado proyecto nacional se formó,
en gran medida, como definición teórica y como agenda práctica,
en esta enorme casa de al lado en cuyo traspatio echó raíces
nuestra maltrecha identidad. Dicho de otra manera, la injerencia norteamericana
en los asuntos de Cuba es un elemento constitutivo de nuestro carácter
nacional y de nuestra trayectoria histórica. La aberración es el
castrismo y ese nacionalismo de pacotilla de la izquierda antiimperialista que
le precedió.
Desde la toma de La Habana por los ingleses, cuando Estados Unidos aún
no existía como nación, la influencia de los norteamericanos es
capital. Son los refuerzos llegados de Norteamérica los que deciden el
rendimiento de la plaza y es principalmente con los puertos de las trece
colonias que comercian los habaneros en los meses que duró la ocupación.
A partir de que las colonias inglesas se liberan, ''el Norte'' es el polo magnético
de la política cubana: de aquí van las nuevas ideas, las nuevas máquinas,
muchos cubanos ricos vienen a estudiar a las universidades norteamericanas, y
aquí viven y crean nuestros próceres exiliados, por varias
generaciones, desde Heredia a Martí. De suerte que no es temerario decir
que nuestro proyecto nacional --que no la nación, a la madurez de la cual
nunca llegamos-- es casi un subproducto norteamericano, o al menos un tejido de
ideas en el cual hay muchas fibras de este país; un tejido con el cual
los patricios cubanos del siglo XIX fabricaron la camisa de fuerza que habrían
de ponerle, o imponerle, a los negros esclavos y a los ''gallegos'' bodegueros.
La camisa de fuerza (el sueño de la nación) llevaba los colores de
la Unión americana y la estrella solitaria de Texas. La bandera de Cuba
se inventó y ondeó por primera vez en Nueva York.
Sin embargo, a pesar de esta influencia que no hace más que
acrecentarse en las últimas décadas de la colonia y en los
primeros tiempos de la república, los cubanos llegamos a poseer una
identidad que, aunque muy influida, distaba de ser un calco del carácter
o la sociedad norteamericanos. Es notable como las clases políticas
cubanas hasta la llegada de Castro al poder supieron aprovecharse de la cercanía
del poderoso y opulento vecino, sin sucumbir enteramente a su atracción.
Sólo un dictador enloquecido imaginó que era posible sustraer a
Cuba de ese campo magnético y el resultado ha sido calamitoso: por la
inevitable ley del péndulo, Fidel Castro ha acercado, más que
cualquier otro de nuestros gobernantes, el destino de Cuba a los Estados Unidos.
Más allá de las ridículas consignas que esta banda de locos
les obliga a corear, los cubanos de la isla (mucho más que los que
vivimos en el exilio) han perdido la fe en un destino nacional. Si pudieran serían
anexionistas.
El cubano de Suecia quiere justificar la represión de hoy por las
intenciones de compra que alguna vez tuviera Estados Unidos hacia Cuba hace más
de cien años, cuando ésta no era más que una plantación,
una colonia, próspera ciertamente, pero colonia al fin, y las colonias se
traspasaban, se cedían y se compraban con todo lo que tenían
dentro, gente incluida, como práctica usual. No hay nada atroz en que
EEUU quisiera comprar Cuba a mediados del siglo XIX (como antes había
comprado la Luisiana y Alaska). La atrocidad injustificable es que se encarcelen
a personas por expresar sus opiniones en el momento actual.
Es imposible y ridículo intentar ''desamericanizar'' a Cuba, o
excluir el factor norteamericano del proyecto de una solución para
nuestro país. Si Estados Unidos interviene activamente en docenas de países
y envía sus tropas a derrocar gobiernos e imponer nuevos modelos de
sociedades a miles de millas de sus costas, cómo imaginar que nos ignore;
por el contrario, según pasa el tiempo, la ''injerencia yanqui'', para
decirlo en palabras del enemigo, y acaso de su obsequioso amanuense de Suecia,
será mayor, más operativa y decisiva.
© Echerri 2003 |