Agustín Tamargo.
El Nuevo
Herald, junio 16, 2003.
Los cubanos de este tiempo han tenido que enfrentar dos amargas
experiencias, que seguro no olvidarán nunca. Una: el dominio sobre su
suelo natal por una camarilla de criminales y explotadores que ha dejado
chiquita a la inquisición. Y otra: la forma flemática,
condescendiente, fría, indiferente, y a veces cómplice, con que la
comunidad que rodea a Cuba ha contemplado el sacrificio de aquel pueblo.
Nunca fue así. En otras épocas, a los despotismos que emergían
en algunas de nuestras tierras se les tendía un cerco sanitario, se
rechazaba todo contacto con ellos, salvo los indispensables, y se daba abrigo y
se insuflaba aliento a los que fuera o dentro de los países afectados se
enfrentaban a un mal que les negaba el derecho a la vida. Los nombres de
Trujillo, de Stroessner, de Somoza, de Pérez Jiménez, de Rojas
Pinilla y hasta de Perón eran sinónimo de algo indecente con lo
que nadie quería tener contacto. En parlamentos, en periódicos, en
iglesias, en logias, en sindicatos obreros se alzaba siempre por todas partes
una voz clamando por justicia y lanzando rayos contra aquellos abominables
enemigos de ella. Eran días en que la América que Martí
llamaba nuestra, la del sur, se lanzaba a las calles llena de júbilo, en
capital tras capital, para festejar el derrocamiento de una dictadura o la
muerte de un dictador. América Latina no era perfecta, ni era del todo
justa entonces, pero trataba de serlo. Salvo en cantones de privilegios aislados
todo el mundo sabía que la vida sin libertad no puede ser llamada vida.
¿Y qué ha pasado que ahora no es igual que entonces?, me
pregunto yo. ¿Qué ha pasado para que en los principales países
de nuestro hemisferio no haya una condena unánime al despotismo que rige
en Cuba, sino que se vean por aquí y por allá coqueteos impúdicos
con el criminal que lo encabeza todo? Hay periódicos, hay algunos
partidos, hay personalidades del mundo social o cultural que en Caracas, en
Buenos Aires, en Río de Janeiro, en Lima o en México hablan del
sufrimiento del pueblo de Cuba y claman por una acción colectiva que
libere a ese pueblo del calvario en que lo ha sumido un engañoso
estafador que le bebió la credulidad hace cuatro décadas. Pero ahí
se queda todo.
Lo que ha pasado es fácil de descubrir, lo sabe cualquiera. Lo que ha
pasado es esto: que el estafador se puso un uniforme que nunca falla, el de
enemigo de los Estados Unidos, el de defensor de los pobres, el de jefe de una
revolución de izquierda. No le diga usted a nadie que el régimen
que Castro encabeza vive de las limosnas que recibe desde los Estados Unidos y
busca ampliarlas, queriendo que se levante el embargo. No le diga que ese
miserable, que cita a Bolívar y a Martí, lleva en su rostro el
deshonor de haber sido el único jefe de gobierno latinoamericano que
convirtió a su país en el satélite colonial de una potencia
imperial europea. No le diga que millares de ciudadanos han perdido la vida, o
la libertad, o la posesión de sus bienes bien ganados, a manos de una
repugnante cuadrilla de depredadores. No le diga que en aquel desolado país
han sido abolidas la prensa, los partidos políticos, los sindicatos
obreros y las instituciones de cultura y que allí no ha habido una elección
en cerca de medio siglo. No le diga a los hipócritas de América
Latina nada de esto porque tienen el valor de negarlo, se atreven a decir
incluso que nuestras denuncias son producto del resentimiento, o justifican
aquellos desmanes que tienen a Cuba en ruinas con la excusa de que son un
producto del bloqueo del imperialismo yanqui.
Ysi usted me pregunta por qué sueno hoy tan desolado y tan áspero,
si me dice que acaso yo he perdido la fe en la América mía, le diré
que no, que eso no es verdad. Que lo que ocurre es que acabo de leer que la OEA,
el parlamento hemisférico supremo, había contemplado reintroducir
al régimen de La Habana en sus filas, de las que fue sacado cuando en América
Latina había gobernantes como Rómulo Betancourt. Y esto, a pocas
semanas de haber condenado el déspota a muerte a tres jóvenes que
querían huir de la isla y haber impuesto a periodistas y disidentes
condenas que sólo se imponen en los países civilizados a los
criminales convictos. Esa es la Cuba de hoy. Eso lo han reconocido hasta los
lejanos y fríos europeos. Pero ése no es el tono, ni el criterio,
ni la actitud que predomina en la mayoría de las cancillerías de
América Latina, que se acaban de reunir en Santiago de Chile.
Y el que crea que exagero que no me escuche ni me lea a mí. Que oiga
a Oscar Elías Biscet y a Marta Beatriz Roque Cabello, muriéndose
en infectas y remotas celdas. O a los millones de cubanos cuya última
esperanza parece ser la de sacarse la lotería de las visas americanas
para escapar de una vez de aquel infierno. |