Dictaduras y
bibliotecas independientes
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - La circulación clandestina en
Cuba, en enero de 1879, de un importante manifiesto de la Junta Central
Republicana de Cuba y Puerto Rico, firmada por su presidente, el cubano José
Morales Lemus, provocó que el despótico general español
Domingo Dulce, gobernador superior de la Isla de Cuba, reconocido por su
destacada intransigencia política hispana, dispusiera la confiscación
de todos los bienes de Morales Lemus y de cuantos otros estuvieran en igual
situación de rebeldía contra el dominio colonial español,
además de privarlos de todos los derechos civiles y políticos.
Las medidas de desafueros incluyeron las bibliotecas de los cubanos
separatistas.
En realidad, la orden del general Dulce hacía más preciso y
legal el embargo de bienes, y no permitía dudas respecto a papelerías
y libros, porque ya antes se habían ocupado las pertenencias del gran
erudito cubano Antonio Bachiller y Morales, incluida su biblioteca personal, ya
muy afamada en su época y que nunca pudo recuperar, como tampoco Morales
Lemus la suya, ni tantos otros patriotas desposeídos de sus bienes
patrimoniales, entre ellos sus bibliotecas.
Refiriéndose al destino de las bibliotecas embargadas, el famoso
historiador cubano Emeterio Santovenia apunta que estas estanterías
constituyeron un serio problema para las autoridades coloniales, que pusieron en
subasta pública algunas bibliotecas, y gran parte fueron destinadas al
enriquecimiento de la Biblioteca Nacional de Madrid.
Posteriormente, el Consejo Administrativo de Bienes Embargados ordenó
reunir todos lo libros ocupados en el local donde estaba depositada la
biblioteca de Bachiller y Morales. Los sucesores de Dulce destinaron los libros
a satisfacer necesidades de establecimientos culturales públicos, cuyos
intransigentes dirigentes integristas, curiosamente, se negaron a recibir. El 9
de marzo de 1870 se ordenó depositar las bibliotecas en la Academia de
Ciencias, lo que, a pesar de la ceguera política del gobierno colonial,
salvó para la nación cubana tan importante e insustituible
patrimonio cultural.
Una pregunta retórica casi obligada que surge es: ¿A dónde
habrá ido a parar la insospechable cantidad de bienes culturales -libros,
en primer término- ocupados durante los cuarenta y cuatro años por
el régimen de fuerza que gobierna a Cuba, tanto o más
intransigente que el gobierno colonial español en su momento?
¿Qué cosa no esperar, si repartir copias de la Declaración
Universal de Derechos Humanos es tomado como delito, como le ocurrió el
pasado enero al activista Arturo Pérez de Alejo Rodríguez, quien
fue arrestado y acusado de desorden público por repartir algunos
ejemplares en Manicaragua, provincia Villaclara? Y tantos otros detenidos y
condenados por la misma causa.
O condenan a directores de agencias de prensa y periodistas alternativos a
largas penas de prisión, tal como ocurrió con muchos colegas a
partir de la ola represiva iniciada el fatídico 18 de marzo. O impiden
que los presos políticos reciban libros de cualquier categoría; o
en último caso, sólo los reciben bajo el tamiz ideológico
de la censura de las prisiones.
Y se hostiga a los bibliotecarios independientes, como ocurrió en días
recientes a los profesores Nereida Rodríguez Rivero y Reinaldo Cosano Alén,
ambos de Habana del Este, a quienes los agentes represivos manifestaron que no
iban a tolerar más actividades contrarrevolucionarias en las bibliotecas
de sus viviendas o serían encarcelados.
Otros dos gobiernos dictatoriales tras el advenimiento de la república
en 1902 -el de Gerardo Machado Morales y el de Fulgencio Batista Zaldívar-
tuvieron similar ejecutoria represiva contra escritores, bibliotecarios y
quienes defendieran ideas contrarias a sus regímenes dictatoriales. Y
aunque Batista reprimió, lo mismo que Machado, no pudieron acallar ni
eliminar el tremendo poder en su contra de la prensa libre.
Uno de los primeros actos del gobierno de Fidel Castro en los años
posteriores a 1959 fue eliminar todo cuestionamiento público con la
confiscación sin pago de los órganos de prensa, convertidos en un
haz monopólico a su servicio.
Visto a través del tiempo histórico, parece una constante que
los gobiernos despóticos no pueden tolerar la existencia de bibliotecas
independientes ni ningún otro foco cultural alternativo. cnet/12
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