Adolfo Rivero Caro / El Nuevo Herald. Junio 13, 2003
Fidel Castro está viviendo un mal momento. Con muy pocas excepciones
(como Rafael Bielsa, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores de Argentina)
intelectuales y políticos de todo el mundo están condenando sus
violaciones de los derechos humanos. No es para menos. Hasta en la paciente y
flemática Europa han provocado repugnancia estos últimos
fusilamientos, desprovistos de todo barniz de legalidad, y estas brutales
condenas a 75 opositores pacíficos, entre los que se encuentran algunos
de los mejores poetas y periodistas de la isla. Tan fuerte ha sido la impresión
que la Unión Europea anunció recientemente sanciones contra el
gobierno de La Habana. Espantados ante su propia audacia, los dirigentes de la
UE anunciaron la congelación del ingreso de Cuba en el Acuerdo de
Asistencia de Cotonú en el que participan 78 países de Africa, el
Caribe y el Pacífico. No llegaron a cerrar la oficina comercial de la UE
en La Habana, pero piensan recibir y darles más visibilidad a los
disidentes. Colin Powell afirmó jubiloso que ''el mundo empieza a darse
cuenta de lo que está pasando en Cuba''. Menos mal.
Las críticas a la dictadura cubana, sin embargo, generalmente están
atemperadas por una agria censura al embargo comercial americano o la mención
de esas paradójicas conquistas sociales de las que sus beneficiarios
tratan de escapar. Es como si censurar la barbarie castrista resultara
particularmente doloroso, algo así como tener que criticar los errores de
algún destacado y bondadoso humanista. Castro, sin embargo, ha sido el
gran impulsor de los movimientos insurgentes que, desde Argentina hasta El
Salvador y desde hace más de 40 años, han hecho correr ríos
de sangre por América Latina. Aunque, como es sabido, su apoyo a la
subversión y el terrorismo se haya extendido hasta los rincones más
remotos del planeta. Inclusive hoy, cuando la Unión Soviética no
existe y el campo socialista es un mal recuerdo, Castro mantiene intacta su
sangrienta visión revolucionaria. Lo estamos viendo con su viaje a Irán
o la masiva intervención de sus agentes en el desesperado esfuerzo por
entronizar una dictadura en Venezuela.
No es secreto que la oculta y misteriosa fuente de las simpatías
castristas reside en su violento antiamericanismo. Es curioso que a los
intelectuales del mundo, y particularmente de América Latina, no les
resulte incómodo que el gran campeón del antiamericanismo sea un
viejo tirano que lleva 44 años en el poder y ha hundido a su país
en la más espantosa miseria. O que otros campeones del antiamericanismo
incluyan a los ayatolás iraníes, los narcoterroristas de Colombia,
los fanáticos de Al-Qaida o los fríos asesinos de Sendero
Luminoso. Esto parece indicador de una incoherencia intelectual. Merece la pena
observar que muchos intelectuales critican a Castro, pero que muy pocos
desarrollan esa crítica de una manera consecuente. No quieren aceptar la
relación entre los crímenes de Castro y las ideas que sustenta, la
relación entre el desprecio por el ''estado burgués'', el
''derecho burgués'' y la ''moral burguesa'', por ejemplo, tan típico
del marxismo-leninismo (y de sus innumerables epígonos ideológicos
a lo Noam Chomsky), con el GULAG y los paredones de fusilamiento.
Nuestros intelectuales juegan con estas ideas con la inconsciencia conque un
niño juega con una pistola cargada. La tolerancia de la sociedad
capitalista, por ejemplo, no es más que una de las formas que toma el
respeto por la libertad individual, esencia misma de nuestra civilización.
Nuestros intelectuales se equivocan si piensan que esa tolerancia va a
sobrevivir el advenimiento de una ''dictadura popular.'' Debían
comprenden que viven protegidos por el estado de derecho que quieren dinamitar y
que cuando su constante crítica ayude a echarlo abajo, no van a poder
seguir criticando los errores del nuevo régimen. El nuevo régimen
no va a ser tolerante con las críticas. ''Objetivamente'', éstas
ayudan a la oligarquía, a la contrarrevolución y al imperialismo y
eso sería ser tolerante con la traición... No ya simples
intelectuales, sino veteranos soldados, amigos personales y compañeros de
muchos años son liquidados sin la menor vacilación por la
''dictadura popular''. Lio-Shao-Chi, compañero de Mao en la
Gran Marcha y presidente de la República Popular China, murió
desnudo en un calabozo. Y en un calabozo murió José Abrantes, jefe
de la Seguridad del Estado de Fidel Castro durante 20 años. Por no hablar
del general Arnaldo Ochoa, ''héroe de la república de Cuba'',
fusilado junto con el coronel Antonio de la Guardia, otro héroe
revolucionario. A Castro, simplemente, le pareció útil hacerlo. ¿Qué
podrán esperar los intelectuales? Una revolución triunfante sólo
les reserva la abyección, el exilio, el paredón o la cárcel.
En Estados Unidos, en América Latina, en todo el mundo se está
librando una verdadera guerra de ideas. No son discusiones triviales. Una mayoría
entre los intelectuales se siente hostil al modo de vida en Estados Unidos,
caracterizado por el respeto a las libertades individuales y, por consiguiente,
por la competencia. Es, sin duda, un modelo de vida tenso y difícil. Los
riesgos están en la misma esencia de la libertad. En la vida, como en los
deportes, no todo el mundo puede ganar. Los resultados de ese modelo de vida,
sin embargo, han producido la sociedad más libre y más próspera
de la historia. Los socialistas, los colectivistas, los igualitaristas nos
ofrecen protegernos contra todo tipo de problemas desde la cuna hasta la tumba.
Con ellos en el poder, por supuesto, controlando nuestras vidas para garantizar
esos deseables resultados. Que nadie se engañe, la indiferencia puede
costar caro. La experiencia histórica nos llama a militar en esa batalla.
Del lado difícil, el de la libertad.
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