Ariel Hidalgo.
El Nuevo Herald,
junio 3, 2003
Muchos opositores al régimen de La Habana proponen, para la supuesta
liberación de su patria de origen, el remedio angloamericano en Irak.
Prefiero pensar que tales proponentes --que no residen en la tierra para la que
proponen tal receta-- desconocen lo ocurrido en ese país asiático
durante las operaciones militares y menos la naturaleza de ese pueblo.
Hoy, por ejemplo, los dirigentes norteamericanos tienen que elegir entre ser
libertadores o demócratas. Si, como han proclamado, respetan la voluntad
popular de los iraquíes, el último soldado angloamericano, al
poner un pie en el estribo, dejará tras sus espaldas una dictadura teocrática.
Un país donde las tres cuartas partes es shiíta y por tanto mucho
más partidaria del modelo iraní que de las fórmulas democráticas
occidentales, no elegirá un presidente sino un ayatolá. Si por el
contrario, no se respeta la voluntad de la mayoría y se impone por la
fuerza un modelo al gusto occidental, pues eso ya lo hicieron los británicos
hace ochenta años al respaldar a los sunnitas. De ese empollar nació
Saddam Hussein.
Moraleja: la libertad no cae del cielo como el maná, sino que debe
crecer del suelo, de las propias entrañas de la tierra, es decir, del
alma nacional. No se exporta como garbanzos, ni puede llegar jamás desde
otros cielos en forma de fuego mortífero. Puede arrasarse de la tierra la
espinosa planta del marabú, pero en su lugar no nacen, por sí
solos, jardines y huertos. Nace nuevamente marabú. Las rosas y los frutos
requieren de la paciente laboriosidad del sembrador.
De una población donde servir a Alá y ser buen musulmán
es lo único realmente importante, no se puede esperar una sincera devoción
por esos extraños conceptos de democracia representativa y
pluripartidismo. Ya lo demostró Omar cuando ordenó incendiar la
Biblioteca de Alejandría, un fabuloso tesoro de conocimientos antiguos,
muchos de los cuales jamás pudieron recuperarse: ''Si esos libros dicen
lo contrario del Corán, ¿para qué conservarlos? Y si dicen lo
mismo, ¿para qué conservarlos?'' ¿Hay mucha diferencia con el
caso cubano, donde los líderes eran elevados en culto idolátrico
hasta el punto de llegar a suplantar las imágenes de Cristo?
Teniendo presente la experiencia mesopotámica, se podrá
pulverizar el Palacio de la Revolución (ni la estatua de Martí
quedaría en pie), el Capitolio, los edificios ministeriales,
conjuntamente con aquellas edificaciones donde se instalen artillerías
antiaéreas: el Hotel Nacional, el Palacio Presidencial, la colina
universitaria, el Morro, destruir vías estratégicas como la
carretera central, las cuatro vías, el túnel de La Habana y el del
río Almendares, e incluso, teniendo en cuenta la harto probada precisión
de los misiles, algunos barrios residenciales con la muerte de miles de civiles
inocentes, todo esto haciendo abstracción de otros estragos semejantes en
las demás provincias, y en todas partes con las consabidas consecuencias
de los saqueos y las hambrunas, y a pesar de todo, la dictadura germinaría
nuevamente al cabo de dos, tres o cinco años, quizás con signo
diferente, pero tan feroz y tan férrea como la anterior o hasta más
feroz y férrea que todas las anteriores juntas. ¿Por qué?
Porque tal receta, no otra cosa que cura de caballo --para liberar a la gente se
empieza por matarla-- podrá ser la más tremebunda, la más
apocalíptica, pero es la más superficial.
Radical es ir a la raíz, y esa raíz está en el corazón
mismo de los cubanos. La solución realmente radical la tiene la
disidencia: levantar el fortín interno de la conciencia cívica,
exorcizar del alma nacional el espíritu de las tiranías, que es el
culto mesiánico hacia los caudillos, limpiar la mente de temores y
desconfianzas, hasta que medio pueblo se decida, sin linchar a nadie, sin
incendiar un solo edificio, sin romper siquiera una bombilla, a actuar en
libertad incontrastablemente --no se puede encarcelar a un millón de
ciudadanos-- sin esperar que esa libertad se la entreguen de limosna como
graciosos dones del Olimpo. Y esa tarea, paciente y laboriosa, ya la están
llevando a cabo heroicamente los disidentes, sin un solo disparo, sin una
bofetada, sólo con las armas de las ideas, asediados por operativos
policiales, espías y turbas paramilitares. Dejen, por favor, a estos
sembradores terminar de esparcir en los surcos ya abiertos de una tierra fértil,
su simiente de luz. |