Rafael Rojas.
El Nuevo Herald,
junio 3, 2003
La política exterior del gobierno cubano es víctima de una
acuciante contradicción. Por un lado, pide al mundo occidental que
respete la soberanía de la isla, que deje a Fidel Castro gobernar a su
antojo, sin sugerencias reformistas, persuasiones diplomáticas o críticas
públicas, sin denuncias en foros internacionales ni sanciones económicas.
Por el otro, ese mismo gobierno pide la solidaridad de los países
occidentales en su lucha ideológica contra el ''imperialismo yanqui'', la
cual se basa en la certeza de que el capitalismo y la democracia --las
estructuras históricas de Occidente-- son injustos y destructivos.
La política exterior cubana se moviliza, pues, en torno a principios
irreconciliables: es aislacionista e internacionalista, provinciana y global,
excepcionalista y normativa.
Cuba es un problema mundial gracias a ese evento decisivo de la historia
contemporánea que fue la revolución de 1959. Desde los años
60, la isla ha desatado pasiones en el mundo por muchos motivos: por ser un
pequeño país enfrentado a Estados Unidos, por encarnar la utopía
de un socialismo diferente al soviético, por sovietizarse en plena guerra
fría o por ofrecerles a los gobiernos occidentales algo simbólico
y, a la vez, muy útil: una relación diplomática que les
permita afirmar su independencia frente a Washington. Muchas democracias
europeas en el pasado y algunas democracias latinoamericanas en el presente,
aunque defendieran un régimen político contrario al cubano, han
valorado altamente esa relación compensatoria.
Para casi todos los políticos e intelectuales de la izquierda
occidental, Cuba fue una opción relativamente defendible, por lo menos,
hasta 1989. En los últimos quince años, esa misma izquierda
occidental ha expresado, de múltiples maneras, sus reparos a la falta de
democracia en la isla. La crítica del sistema político cubano,
mucho más que la crítica, por ejemplo, del sistema político
chino o el norcoreano, se ha convertido en una seña de identidad de la
izquierda occidental postcomunista. El rechazo de ese régimen es para esa
izquierda un ajuste de cuentas con su propio pasado, un desplazamiento del mito
revolucionario, que adoraron en la juventud, por la realidad totalitaria que
desprecian en la adultez.
La excesiva norteamericanización del problema cubano, resultado,
entre otras razones históricas, de la inscripción de Cuba como un
tema electoral doméstico de la Casa Blanca, el Capitolio y sus relaciones
con la colonia cubanoamericana, impide apreciar, en su justa medida, la
importancia de esta crítica al régimen de Fidel Castro desde la
izquierda occidental. Sólo la necesidad de romper con Cuba, para afirmar
un perfil democrático postcomunista, explica que el tema cubano se
incorpore cada vez más al debate doméstico en países como
España, México, Argentina y Chile. En ninguno de estos países
existe una comunidad exiliada tan poderosa como para crear una agenda cubana. Y
como la derecha no tiene nada que agregar al tema cubano desde 1959, es la
izquierda la que, impelida por la ruptura con su pasado revolucionario, coloca a
Cuba en el centro del debate.
La desproporcionada norteamericanización del problema cubano ha
demostrado ser un obstáculo al tránsito a la democracia en la
isla. Líderes disidentes, como Oswaldo Payá y Elizardo Sánchez,
e importantes personalidades mundiales, como el ex presidente James Carter y el
Papa Juan Pablo II, se han percatado de la ineficacia de esa agenda
excesivamente protagónica de la Casa Blanca, basada en sanciones económicas
contra el gobierno cubano y apoyos ostentosos a la oposición y al exilio,
la cual es aprovechada por el régimen de Fidel Castro para reprimir en
nombre de la seguridad nacional.
En ese sentido, la mejor política de Washington hacia Cuba sería
la no política, el rebajamiento del perfil, con el ánimo de
favorecer la creciente mundialización del problema cubano.
Estados Unidos --¿qué duda cabe?-- tendrá que jugar un
papel importante en la transición a la democracia en Cuba. Pretender lo
contrario sería pensar en contra de una geografía y una historia
cada vez más globalizadas. Pero ese papel será más eficaz
en la medida que sea más discreto y neutral. Cualquier vehemencia, aunque
sea retórica, en la estrategia de Estados Unidos contra Cuba es hábilmente
utilizada por el gobierno de Fidel Castro para escenificar una fantasía
de amenaza inminente a la integridad territorial de la isla y para prolongar ese
estado de sitio, imaginario y real, que le permite imponer la unanimidad de su
voluntad personal e identificar la democracia con la pérdida de la
soberanía.
Fidel Castro hizo de Cuba un país mundial: ahora el mundo reclama su
derecho a criticar la ausencia de libertades en Cuba. |