Raúl Rivero.
El Nuevo Herald,
febrero 5, 2003.
Los cubanos, que llevan décadas bailando con la más fea, tendrán
ahora que irse a bailar al platanal de Bartolo. Me asiste la sabiduría
popular de este país para comentar cómo las nuevas generaciones de
bailadores han perdido las pistas.
Sucede que, de una manera gradual y persistente, se han eliminado los sitios
donde los amantes de la música popular iban a estrenar sus pasillos o a
repetirlos hasta el cansancio, bajo las noches indiferentes y cálidas y a
ritmo de orquestas con nombres astrales y sugestivos, como Las Estrellas de
Chocolate, Sensación y Las Maravillas de Florida.
Los fanáticos del baile, esos exhibicionistas que veíamos
recoger pañuelos con la boca y ponerse vertical o hacerse un garabato en
equilibrio y de un solo pie encerrado en un zapato de dos tonos, se repliegan
hacia los solares a bailar frente a las familias y con horario fijo.
Aquellas señoras siempre un poco pasadas de peso, que organizaban
naufragios en los salones donde ya no cabía ni un gramo de sensualidad,
pertenecen a un reino extinguido o reducido a reuniones de habitud y viciosos de
los compases. Esas parejas sólo por el amor al baile, por reconocimiento
a la maestría, a la perfección de la pirueta, perdieron sus
espacios y, por el momento, parece que no se reencontrarán, como pasaba
antes, con los primeros acuerdos de Suavecito o a la entrada del coro de La engañadora.
Las marejadas de hombres y mujeres que bajaban hacia sus pistas los
atardeceres de los sábados y en las matinés de los domingos, están
dispersas y tratarán de verse con otros bailadores o se irán a
rumiar y a bostezar ante la severa pantalla del televisor.
Por esos mismos rumbos y destinos caminan también decenas de músicos,
trombones, violines, bongoseros, trompetas y cantantes de bolerones, guarachas y
sones, con sus trajecitos grises y carmelitas, y con el estuche del instrumento
bajo el brazo.
No son ellos los jóvenes raperos que componen letras complejas y
contestarias y que hay que organizarles un festival para tratar de controlarlos.
No son los muchachones del rap duro, que necesitan atención para que
encuentren un cauce políticamente correcto para esas energías y
esos estruendos, porque ellos sí es verdad que no creen esa falacia de
que la música es aire sonoro.
No, éstos son simplemente músicos que trabajan para que la
gente baile en un país donde bailar es tan importante como la respiración
y el agua. En un país que en la época de la colonia española
tenía, sólo en La Habana, 50 locales para bailes populares.
Dicen los expertos y los libros que en esas fiestas, esos encuentros de
artistas del pentagrama y del movimiento, surgieron siempre, y surgirán,
piezas inmortales de nuestra música. Parece que de esos ámbitos
ardientes y densos, que refrescan y avivan alternativamente el ron y la cerveza,
surgieron géneros, figuras, compositores, intérpretes, como Beny
Moré y Enrique Jorrín, Celia Cruz y Dámaso Pérez
Prado. El baile en este país ha sido siempre como una droga inofensiva,
que entra por el oído, estremece, libera tensiones, alegra y sólo
produce agotamiento.
Gregorio Lamas, un filósofo de barrio de 76 años, que se pasó
la vida de baile en baile, dice que en los países donde no se baila hay
tristeza, malestar y tragedia. ''Le han cogido miedo'', dice Lamas, "a que
se junte la gente: muchos negros, mucha gente pobre, y entonces, vendieron el
sofá''.
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