Agustín Tamargo.
El Nuevo Herald,
febrero 2, 2003.
Yo salí de Cuba hace más de cuarenta años y nunca he
vuelto. No le tengo que decir a nadie por qué, todo el mundo lo sabe. No
he vuelto, pero volveré un día, como volveremos muchos. Quisiera
que ese regreso se produjera en medio del estallido más espléndido
por el que pueda pueblo alguno pasar: el estallido de la libertad. Ese día
en que ruedan por el suelo las cadenas del despotismo y los que vivieron bajo él
empiezan a entender que no eran seres humanos, sino cosas, números,
bueyes atados a un narigón.
Pero si esa libertad luminosa no la encontráramos, si para llegar a
ella tuviéramos que pasar por oscuros túneles donde algunos
ocultaran sus daños a la patria y otros los mostraran como unas llagas
que no pudieron evitar, yo pasaría también. No para extenderle un
perdón a nadie, que no soy quién, sino para encontrarme con los míos,
con mis hermanos de sangre y de historia, con los cubanos que se quedaron en la
isla, y verlos llorar de alegría y de dolor a la vez, y juntarme con
ellos, borrando todo el mal que hicieron, o que vieron hacer sin denunciarlo.
A esos cubanos yo les diría solamente esto: hay en Santiago de Cuba
una tumba, en el cementerio Santa Efigenia. Vayan allí. Arrodíllense
allí. Y ofrezcan allí, como ante un altar, el pañuelo
lacrimoso de su arrepentimiento, y reconozcan ante el que yace allí y que
murió por ustedes y por todos nosotros, que ustedes lo traicionaron a él,
que ustedes pisotearon los sueños de libertad y de decoro de él,
que ustedes establecieron como norma de convivencia entre cubanos no la
tolerancia y la comprensión que pedía él, sino el odio y la
venganza. Todo lo cual convirtió un movimiento histórico que hizo
el pueblo entero en un feudo monárquico regido por un déspota,
ante el cual la discrepancia es un delito, la honestidad un estorbo y el coraje
un valor desconocido.
Entre ésos que acaso harán ese viaje al cementerio de Santa
Efigenia habrá mucha gente salvada de las venganzas personales:
generales, comandantes, ministros, profesores, escritores, jefes de grupos de
delación, becados, policías, embajadores, toda esa vasta red que
se extendió un día como una sombra maléfica sobre Cuba,
proyecto dedicado sólo a hacer el mal, consagrado sólo a enfrentar
a un cubano con el otro cubano y que hizo de nuestra patria, en lo físico,
una ruina, y en lo moral, un árido de-
sierto. Algunos serán perdonados, otros no. Algunos se arrepentirán
de veras, otros lo fingirán. Pero todos saldrán de aquel
cementerio (yo estoy seguro) con la cabeza baja, el corazón compungido, y
la voluntad de trabajar en la reparación del inmenso mal que le han hecho
a su patria.
Alguien que está a mi lado me pregunta: ¿Y cuándo llegará
ese día? ¿Y quién traerá esa bandera de resurrección?
¿Y quién dará ese tajo en nuestra historia, sacando de ella a
los criminales, para reiniciar entre todos la tarea siempre interrumpida de
construir una república democrática y justa donde el ciudadano,
tenga el color que tenga y crea en las ideas que quiera creer, sea respetado por
todos: el gobierno, los policías, la sociedad entera?
No lo sé, confieso que no lo sé. Pero he dicho muchas veces, y
repito hoy, que a un régimen de fuerza no se le mueve con la razón,
sino con otra fuerza, y que esa fuerza, desgraciadamente, que en la Cuba de
antes estaba en los colegios electorales, hoy está sólo en los
cuarteles. Lo pongo más claro todavía: quiero un golpe militar que
barra en unas horas con los grandes cabecillas y con todas y cada una de sus
leyes, comenzando con la constitución, y que integre de inmediato un
cuerpo de gobierno provisional, cívico-militar, con figuras de dentro y
fuera de la isla (porque fuera de ella hace muchos años que está
lo más ardientemente patriótico), que rija el país bajo el
orden severo y justo que sólo suelen imponer los tanques en las calles,
mientras rehacemos entre todos la nueva sociedad democrática que ha de
cuajar en poco más de un par de años. ¿Respetará el
mundo ese nuevo orden? No lo sé, pero creo que sí. Aunque después
de todo, después de tantas décadas de soledad y de abandono, ¿qué
le importa al cubano que el mundo apruebe o de-
sapruebe la forma que él escoja para que Cuba escape de la
esclavitud?
Yo salí de Cuba hace más de cuarenta años y no he
vuelto, ni volveré, aunque me lo piden desde sus tumbas todos mis
muertos. Pero el día que ese cambio terrible que propongo se produzca,
regresaré, desde luego que regresaré. Y allá estaré,
como estoy aquí, no para servir a nadie sino para tratar de poner mi voz
al lado de la verdadera Cuba. Allí estaré, mientras me quede vida,
hasta que vea a Cuba de nuevo como era antes: con partidos opuestos y sindicatos
y periódicos libres, y aquel clima de riñas pueriles y diferencias
corregibles entre sus ciudadanos que siempre hallaba una solución donde
predominaba la nobleza.
El amor a Cuba no está solamente en el destierro. Tiene que estar
también, creo yo, incluso en las filas de ésos que hoy contribuyen
a que Cuba esté amarrada al cepo de la esclavitud. El día que esos
oscuros y desconocidos patriotas de uniforme corten de un tajo ese lazo, ya
saben mi dirección.
Estaré en Boyeros en cuestión de horas. |