Alejandro Armengol.
El Nuevo Herald,
septiembre 19, 2002.
Con el inicio de la lucha por librarnos del dominio español, los
cubanos comenzamos a exaltar la intransigencia no como mérito moral,
recurso emotivo y justificación personal, sino como un valor político.
El error se ha trasladado a los libros de historia y a la literatura, recorre
las páginas de los textos que nos enseñan en la escuela primaria y
sirve de vocación suicida a unos cuantos insensatos y a muchos demagogos
para alimentar sus engaños.
Ser intransigente es negarse a transigir, a consentir en parte con lo que no
se cree justo, razonable o verdadero, a fin de acabar con una diferencia, según
el diccionario de la Real Academia. De acuerdo a la definición, la
intransigencia se acerca a un sinónimo de rectitud: cuando se transige,
se cede, en parte se claudica.
La definición de intransigencia en inglés destaca otro aspecto
del concepto. El intransigente rehúsa el compromiso, rechaza abandonar
una posición o actitud extrema, de acuerdo al diccionario Webster.
Entre ambos aspectos de una misma definición hay un abismo cultural.
Mientras que en español el intransigente es alguien que se niega a
transigir, que se mantiene firme en sus convicciones, en inglés es un
extremista.
La ''protesta de Baraguá'', protagonizada por el general mambí
Antonio Maceo, es la posición intransigente más valorada en la
historia de Cuba. Desde los textos de la época republicana a los manuales
implantados tras el triunfo de Fidel Castro, nadie se ha atrevido a considerarla
un gesto inútil, que prolongó de forma infructuosa una contienda
liquidada y que sólo produjo muertes innecesarias.
Las dos caras de la intransigencia están presentes en la ''protesta
de Baraguá''. Era digna la actitud de Maceo de negarse a una paz que no
incluyera la independencia y el fin de la esclavitud; insensata su decisión
de continuar la contienda bélica.
La valoración positiva de la intransigencia, paradigma heredado de
los patriotas pero que también ha servido para cubrir de gloria diversos
fracasos políticos y bélicos, se asume desde hace muchos años
con orgullo por un sector del exilio miamense, despreocupado o ignorante del
efecto negativo que la misma ejerce sobre su imagen a los ojos del resto del país.
Una vez más el debate sobre el embargo ataca a la intransigencia del
exilio por su flanco más débil: el aferrarse irracionalmente a una
estrategia caduca.
La mayoría de las razones actuales para el levantamiento del embargo
son malintencionadas en sus pronunciamientos y lógicas en su práctica.
Detrás de ellas se encuentran intereses comerciales que no sólo
buscan vender unos cuantos artículos en la isla. Su interés mayor
es crear un precedente: los embargos comerciales no tienen cabida en una nación
que propugna la economía global y el liberalismo económico.
Tanto Europa como Canadá y México desarrollan una política
mercantilista respecto a Cuba tan criticable o más que el embargo. Sus
empresarios han contado con el apoyo de sus países respectivos, y con las
bondades de un comercio restringido, donde sus productos se pasean libres de la
competencia norteamericana.
Todos estos países le han pagado a Estados Unidos con la misma moneda
que este país aplica en otros mercados, sólo que en sentido
inverso y para su propio beneficio. Ahora los comerciantes norteamericanos están
más decididos que antes a no quedar fuera del reparto.
Está claro que los posibles cambios que algunos quieren ver en Cuba
--y de los cuales no hay señal verdadera por ninguna parte-- son simples
pretextos. En igual sentido, la falacia de que una mayor entrada de productos
norteamericanos llevará una mayor libertad para Cuba es otra utopía
neoliberal, que tiende a asociar la Coca-Cola con la justicia y la democracia
con los McDonalds. Mentira es también que el pueblo de Cuba está
sufriendo a consecuencia del embargo, y no por un régimen de probada
ineptitud económica.
Pero aferrarse al embargo es batallar a favor de la derrota, algo que nunca
hacen los buenos militares: defender una trinchera que es un blanco perfecto
para el enemigo, desde la cual no se puede lanzar un ataque y que sólo
protege un pozo sin agua custodiado por un puñado de soldados sedientos.
Se trata de una herramienta tan poco efectiva para lograr la libertad de Cuba
que no justifica una discusión seria: su ineficacia ha quedado demostrada
por el tiempo; su significado reducido a un problema de dólares y votos y
su valor a una pataleta radial.
Claro que al renunciar a la lucha en favor del embargo el exilio tiene que
pagar un enorme precio emocional: concederle a Castro su victoria más soñada.
Pero de no hacerlo va a sufrir un fracaso mucho más amargo que la partida
del niño Elián.
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