La mosca en
la vitrina
Ramón Díaz-Marzo
HABANA VIEJA, septiembre (www.cubanet.org) - Todos sabemos lo desagradable
que es una mosca revoloteando encima de alimentos listos para ser consumidos.
Este hecho lo observé cuando me detuve frente a una vitrina del tamaño
de una pecera doméstica en los portales del cine Payret. Era la una de la
tarde, y el sol, desde el oeste, por encima del Capitolio Nacional, llegaba
hasta la vitrina con la fuerza del efecto invernadero. Pero como la ciudad de La
Habana ha cambiado tanto, es decir, los toldos que antes de 1959 cada
comerciante colocaba en las afuera de su negocio ya no existen, el sol inundaba
los portales del Payret, específicamente en la esquina correspondiente a
Paseo de Martí y la corta calle de San José.
Dentro de la pequeña vitrina de dos pisos se exhibía una
variedad de alimentos a la carta con sus correspondientes precios. Había
pollo frito con arroz amarillo, mariquitas y ensalada de pepinos al precio de 25
pesos nacionales. Había dos ruedas de jamón con el mismo arroz
amarillo, mariquitas y ensalada de pepinos al precio de 15 pesos nacionales.
Estos dos platos eran los principales, y su contenido estaba convenientemente
distribuido dentro del plato al estilo de una cocina internacional; todo ello
bajo la iniciativa de la cafetería del cine Payret que se encuentra por
debajo del nivel de la calle. La vitrina la habían colocado a un costado
de la puerta de entrada.
Cuando me detuve frente a la vitrina, como he dicho, observé a una
mosca solitaria posándose sobre los alimentos. Sin lugar a dudas, este
insecto estaba demostrando gran capacidad de sobrevivencia. Y yo, contrario a mi
costumbre de no almorzar con estos calores, quizás pensando más en
el aire acondicionado que en esta cafetería siempre ha estado
garantizado, abrí la puerta y bajé la empinada escalera hasta el sótano.
En efecto, el aire acondicionado era agradable, pero de unos viejos bafles
salía a todo volumen una música de discoteca que no se correspondía
con un momento tan importante como el almuerzo. Dentro de local sólo se
encontraban una pareja que ya se marchaba y un negro que se estaba sentado en
los asientos de la barra. Había tres mesas con sus correspondientes
sillas de respaldo alto, como las que se están usando ahora en toda La
Habana que, después de la rusificación, ahora se esta españolizando.
Yo preferí sentarme en la barra donde las sillas increíblemente se
han conservado y son de las de plataformas redondas, acolchonadas, y giratorias,
y pertenecen a la época en que La Habana se había
norteamericanizado.
El negro, un señor de aspecto distinguido, que se encontraba sentado
en uno de los asientos de la barra, tenía un pantalón negro y una
camisa blanca, y pensé que era un empleado del lugar.
Pensando que para consumir había que sentarse en alguna de las mesas
del pequeño salón -decorado en sus paredes con imágenes de
Charles Chaplin en la película "El Chicuelo", con dos escenas:
una con el chicuelo cargado en sus brazos y otra con el traje de presidiario con
el número #23- le pregunté al negro si uno se podía sentar
en la barra. El negro me respondió que sí.
Yo me senté a un asiento de distancia del señor, y mientras
venía una linda empleada a tomarme el pedido comenté con el hombre
que aquella música estridente era un atentado a la salud. El negro, como
si hubiera estado esperando el momento en que alguien le dijera cualquier cosa,
explotó:
- Nosotros somos cubanos, y a los cubanos nos gusta estar todo el tiempo
rodeado de música.
Yo pensé: "Tu música, que a mí la que me gusta es
la clásica europea: Mozart, Beethoven, Bach. Entonces le dije que
aquellos bafles estaban distorsionando la música y que aquello ya era
ruido.
- Deberían de quitar esos bafles -dije.
La empleada me oyó y de un modo muy agradable me dijo que aquella música
provenía del sistema provincial de música para los comercios en área
moneda nacional de la capital, y que la orden era mantenerlos encendidos todo el
tiempo. Y el negro intervino:
- Siempre están quitando las cosas. Aquí lo que hay es que
arreglar, no quitar. Cada vez que algo funciona mal en nuestra sociedad, en vez
de proceder a su arreglo, lo que hacen es quitarlo. Por ejemplo, en estos
momentos no hay ningún restaurante en el Vedado en moneda nacional, todos
se han pasado al bando del dólar. Si seguimos así, ¿dónde
podremos los cubanos que no tenemos dólares ir a pasar un buen rato?
Observé en el rostro de aquel hombre una dualidad que conozco. Es un
estado del alma y la conciencia, en que saben que el proyecto socialista ha
fracasado estrepitosamente, pero se aferran a un pasado romántico de la
revolución cubana. Y el negro siguió diciendo:
- Aquí lo que hay es que mantener el equilibrio (cuando escuché
la palabra equilibrio me espanté más). El otro día, por
ejemplo, me fui a comprar este pantalón que llevo puesto. Yo uso la talla
34. En una tienda que hay en el Bulevar de San Rafael encontré mi talla y
leí en una tarjeta $10.30 (dólares). Cuando llevé el pantalón
hasta donde la cajera, ésta se puso a buscar un papelito que es el código.
No lo encontró, y me dijo que no podía despacharme el pantalón.
Llamé al gerente de la tienda y éste dijo que aquel pantalón
costaba $17.00 dólares. Yo me di cuenta que querían "tumbarme"
siete dólares, y armé tremendo bateo, pero el gerente y algunos
empleados que se me acercaron me amenazaron con llamar a la policía. Yo
me fui del lugar, y unas cuadras más arriba, llegando a Galiano, entré
a una tienda y encontré el mismo pantalón al precio de $10.30 dólares,
y lo compré.
Yo me limitaba a escucharlo, porque la experiencia me ha demostrado que
hablar con estos sujetos que uno finalmente no sabe de qué lado del "asunto"
se encuentran (como me ocurrió una vez con el profesor Calle) es
sumamente peligroso.
Cuando le muchacha me tomó el pedido opté por las dos ruedas
de jamón, el arroz amarillo, las mariquitas, y la ensalada de pepinos. Y
le conté la historia de la mosca que dentro de la vitrina estaba
planeando sobre los alimentos y le dije que aquello podía ofrecer una
mala visión a posibles clientes que pasaran por el lugar. Ella me dijo
que de inmediato se lo informaría al administrador. Cuando terminé
mi almuerzo le eché una última hojeada al gran Charlot con su
uniforme de preso número 23. Al salir me fijé en la vitrina y allí
continuaba la mosca, feliz en su vuelo dentro de la vitrina del tamaño de
una pecera doméstica, bajo los potentes rayos del sol.
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