Vivo en el
litoral
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, septiembre (www.cubanet.org) - Vivo en el litoral. Cuando la
ciudad sucia, desconchada, habitada por gente famélica, desilusionada, me
hastía, vuelvo los ojos al mar. Pretendo escapar de una realidad que
arruina el más mínimo sueño. Espero que en las olas, en el
juego esplendente de colores, en el murmullo eterno de las aguas logre apaciguar
la tortura que significa ver a la gente padeciendo. Pero la costa es también
un martirio. La corrosión que ha impuesto el castrismo sobre la sociedad
cubana ha llegado hasta el mar.
Se supone que una ciudad costera, como es Alamar, tenga ciertas características
marítimas. Se aspira a encontrar astilleros en cuyos talleres hábiles
carpinteros de ribera fabriquen botes de vela impolutas; se sueña con ver
a diestros pescadores adentrándose en la Corriente del Golfo y regresar
jubilosos con su carga de peces iridiscentes y nutritivos; se espera disfrutar
de un paisaje donde artesanos, bajo un gran sombrero tejido por ellos mismos,
hagan brotar de sus manos la prodigiosa urdimbre de redes, atarrayas, cestas y
chinchorros; se añora estar en limpios ventorrillos donde paladear
ostiones frescos, cocteles de mariscos, filetillos de peces fritados al momento;
se piensa en restaurantes especializados en comidas marítimas; se sueña
con un muelle donde se puedan rentar botes, lanchas rápidas, esquís
acuáticos, tablas de surfiar; se pinta, en fin, una postal idílica
que sólo existe en la imaginación.
La costa en que me encuentro es otra y muy distinta. Pescadores furtivos que
sobre recámaras de neumáticos infladas se adentran en las aguas
con la esperanza de atrapar un pez que alivie el hambre familiar, gente
desesperada que entre los breñales costeros improvisan una balsa
rudimentaria para escapar del país, corrientes de albañales que
agreden con su pestilencia, ruinas militares que albergan en sus casamatas y
trincheras toda suerte de desechos, gente pobre que, en viejas ropas convertidas
en traje de baño, se improvisan un precario día de vacaciones.
Vivo en el litoral. Debía ser feliz. Mucha gente sueña con una
ventana por donde se vea un trozo de mar. Pero no soy feliz y el mar no tiene la
culpa. Toda su belleza está ahí para aliviarme. ¿Pero quién
puede ser feliz cuando el mar que se extiende frente a su ventana es sólo
un camino repleto de peligros para personas que lo convierten en un cementerio o
su única vía de escape?
Así no quiero ver el mar. La gente que habita junto a él no
puede vivir de él. Están impedidos de instalar un restaurante, no
pueden vender, libremente, los peces atrapados, con qué materiales
fabricarán un bote, para quién tejerían redes y atarrayas,
quién que alquilara una lancha no sería sospechoso de tráfico
ilegal de personas o cuando menos de salida ilegal. Así no quiero el mar.
Pero, ¿sería distinto si viviera en el monte?
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