En el país
de los abstemios
Lázaro Raúl González, CPI
HERRADURA, octubre (www.cubanet.org) - Con los ojos bien abiertos, el cuerpo
secretamente tenso y el cerebro realizando millones de cálculos por
segundo, Julia camina despacio por entre los anaqueles repletos de latas y pomos
de conservas. De un lado para otro su vista se mueve ávida, posándose
una y otra vez sobre productos que apetece y necesita. Compotas para niños,
mayonesa, comino, chorizos. Alguna vez se detiene y toma algo en las manos.
Observa el contenido, la hermosa etiqueta... y el precio. Finalmente, abatida,
Julia sale del mercado sin comprar nada.
Julia pudiera ser etíope o boliviana, pero es cubana, y la escena que
ha protagonizado la viven a diario cientos de miles de isleños. Según
un muestreo recientemente realizado por este redactor en algunas tiendas de la
ciudad de Pinar del Río, de cada cuatro personas que entran en un
establecimiento comercial, tres salen con las manos vacías.
La razón es bien elemental. Los paupérrimos salarios que
devengan los cubanos no guardan relación alguna con los precios "neoliberales"
de los productos que se venden en los comercios de la Isla. Mientras un humilde
estuchito de comino puede costar un dólar, el salario promedio de un
cubano en estos momentos estaría alrededor de los 0.35 centavos de dólar
al día. Como patente resultado: cada vez más los cubanos comen
sancocho.
Los magros ingresos de los trabajadores deberán ser reservados para
las necesidades más perentorias. La sangreada adquisición de los
alimentos apenas deja posibilidades para comprarse una mudita de ropa y un par
de zapatos anualmente.
La propia señora Julia nos explica gráficamente lo que
acontece con su salario:
"Este mes tendremos que pasarlo comiendo pan y tomando agua con azúcar.
Los 240 pesos que cobré ayer todavía son insuficientes para
comprarle un par de zapatos a mi hijo de 12 años".
La inoperancia económica del sistema imperante en la isla ha obligado
a sus habitantes a vivir eternamente aguijoneados por las necesidades. Tan
precaria es la situación que los rangos de la normalidad y las
prohibiciones se han trastocado.
Visitar a unos parientes, reunirse con unos amigos en un café,
conmemorar un aniversario de bodas, cambiar un juego de muebles o hacerse unas
fotos familiares son actividades que nadie emprende sin pensarlo al menos 214
veces.
Para un cubano promedio es tan quimérica la posesión de un
auto como la de una cámara fotográfica. Ambos por igual están
fuera de sus prioridades. No sólo tiene Cuba uno de los más bajos índices
de licencias de conducción por habitantes, sino también un
importante por ciento de las personas que menos se retratan en el mundo. Hay
quien tiene 35 años y sólo se ha hecho 12 fotos en su vida: una
cuando era baby, otra para el carné de identidad y otras 10 -con el mismo
traje- el día de la boda.
La abstinencia en la Isla -de actividades sociales, de un cinto o de un
paquete de fideos- es una carrera que se estudia desde que se nace, y sólo
termina el día de la muerte. Las oportunidades para practicarla están
al acceso de cualquiera.
Una lección muy común puede verse al frente de las vidrieras
donde se exhiben juguetes: un niño que lloriquea hala a su madre hacia la
vidriera. La madre, que gime por dentro, arrastra al niño hacia la puerta
de salida.
En la casa, los calderos están vacíos.
La abstinencia empieza desde que se nace cubano.
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