Lo que el
viento no se llevó
Oscar Mario González, Grupo Decoro
SANTA CLARA, octubre (www.cubanet.org) - En menos de un año Cuba ha
sido azotada por tres ciclones: Michelle, Isidore y Lili. El primero atravesó
la Isla de sur a norte. Los otros pasaron por la zona occidental e Isla de la
Juventud.
Todos temen a la furia de los huracanes, pero nadie le teme tanto como las
autoridades cubanas. No se precisa de mucha perspicacia para imaginar las
consecuencias, en materia de desestabilización, que pudieran derivarse
del paso de un poderoso huracán por Ciudad de La Habana, por ejemplo.
En la capital vive la cuarta parte de la población cubana, aquejada
por la miseria y las frustraciones. Allí, donde el dolor se une a la ira
contenida, los efectos de uno de estos fenómenos naturales podrían
ser devastadores. Es por ello, fundamentalmente, que el gobierno ha desarrollado
una formidable defensa civil con un poder movilizativo y una disposición
de recursos increíbles. Aún así, desconfía de estos
monstruos atmosféricos, cuya capacidad destructiva nunca es del todo
predecible. Además, luego del maleconazo de agosto de 1994 el régimen
no ha podido dormir tranquilo.
Detesto los ciclones por lo dañinos que resultan. Ninguno fija su ojo
de furia y arrebato contra el edificio del Comité Central del Partido
Comunista de Cuba. Tampoco lo hace sobre esos repartos exclusivos llamados zonas
congeladas, cuyas lujosas residencias están construidas "a prueba de
balas y ciclones". Siempre fijan su terrible mirada de lechuza sobre los frágiles
hogares del pobre y angustiado ciudadano.
Al paso de un ciclón el país se entristece y los corazones
laten adoloridos. Los fuertes vientos desprenden tejas de zinc y fibrocemento, y
elevan a un mismo cielo las imágenes de Dios y del diablo: el cuadro del
Sagrado Corazón de Jesús, y el del comandante en jefe. ¡Qué
ciegos son los ciclones! No creo que sean tuertos, como dicen.
Las lluvias torrenciales desbordan los ríos donde se ahoga la res
estatal destinada a alimentar al turista extranjero, pero también se
ahogan las gallinas y el marrano criados con desvelo por el campesino para
alimentar a la familia.
La fuerte corriente de agua se adueña del paisaje arrasándolo
todo. Y pone a flotar las palanganas, las chancletas, el palo de escoba y la
colchoneta; la foto del gajo familiar transplantado en Miami y la del abuelo
difunto con el primer uniforme de miliciano. Todo se lo lleva la corriente.
Los campos de plátano son ahora una exposición de árboles
caídos sobre un suelo transformado en fango rojizo. Contemplar estos
platanales en el silencio del paisaje es como ver un campo lleno de cadáveres
después de la batalla.
Este ciclón se llevó muchas cosas. El par de zapatos que a
fuerza de ahorros le compró el padre al hijo en la tienda dolarizada; el
corte de tela para los próximos quince de la hija, comprado en la misma
tienda y con los mismos sacrificios. El mazo de cebollas y las cinco cabezas de
ajo pagadas a tres pesos cada una. El ciclón se llevó hasta la
cunita de la hija de la negra Mercé.
Pero lo que no se llevó Lili (que debió haberse llevado) es a
este régimen que como un huracán permanente nos azota por más
de cuatro décadas. Vaya, no se hicieron realidad las líneas de una
canción muy popular en su tiempo: ¡Ojalá pase algo que te
borre de pronto!
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