Rafael Rojas /
El Nuevo Herald,
noviembre 28, 2002.
En los últimos años se ha vuelto predominante, en los círculos
intelectuales del exilio, cierta reticencia a demandar los derechos elementales
de los escritores y artistas emigrados en la nación de origen. A esta
actitud contribuyen dos posiciones, igualmente respetables: la de quienes no
quieren saber nada de Cuba mientras subsista el régimen de Fidel Castro y
la de quienes consideran que el cambio deben realizarlo, fundamentalmente, los
cubanos que viven en la isla, por lo que el exilio debería mantener un
perfil bajo, de apoyo distante a las corrientes intelectuales y políticas
que surjan en el interior.
Esa actitud tiene el inconveniente de que renuncia a ejercer presión
sobre el gobierno cubano para obtener ciertas reivindicaciones en materia de
derechos migratorios. Es el caso, por ejemplo, del derecho que tenemos los
artistas y escritores a que nuestra obra sea difundida entre su público
natural, máxime cuando --como es el caso de la literatura y el arte del
exilio cubano-- esa obra está tan impregnada de nacionalismo. Ese
derecho, referido a las libertades públicas de un exiliado en su nación
de origen, se deriva, naturalmente, de otro más importante aún: el
derecho de cualquier emigrante a entrar y salir de su país sin
restricciones de ninguna índole.
No sería honesto desconocer que en los últimos años ha
habido pequeños avances en la difusión, dentro de la isla, de la
obra intelectual del exilio cubano. Varios autores clásicos de la cultura
cubana, que se exiliaron en los años 60, como Jorge Mañach, Gastón
Baquero, Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro o Enrique
Labrador Ruiz han sido reeditados en Cuba. Es cierto que los seis libros
reeditados fueron escritos antes de la revolución y no reflejan el
pensamiento político de esos autores. Pero algo es algo, sobre todo, si
se toma en cuenta que ellos seis fueron borrados del patrimonio nacional de los
cubanos durante décadas.
En los últimos años se ha incrementado, también, la
publicación de autores contemporáneos de la diáspora
cubana. Las novelistas Mayra Montero y Mireya Robles, el narrador René Vázquez
Díaz y el poeta José Kozer han sido editados recientemente en La
Habana. Entre 1993 y 1998, Ambrosio Fornet publicó en La Gaceta de Cuba
varios dossiers sobre la literatura de la diáspora y, en el último
año, han aparecido las antologías Las palabras son islas, de Jorge
Luis Arcos, que reúne a poetas de dentro y fuera de Cuba, e Isla tan
dulce y otros recuerdos, de Carlos Espinosa, que compila los mejores cuentos de
la emigración cubana.
Este pequeño avance, sin embargo, no implica propiamente una apertura
o un reconocimiento pleno de la producción literaria del exilio.
Significa, apenas, un primer y breve paso, que el gobierno cubano,
tramposamente, presenta como una gran hazaña, la cual le permite decidir
quiénes son los ''intelectuales correctos'' de la diáspora. La
mayor dificultad para que ese reconocimiento pleno se produzca reside, como
sabemos, en la naturaleza del sistema político que impera en la isla. En
dicho sistema político, totalmente estatalizado, publicar a un escritor
del exilio se convierte, precisamente, en un asunto de estado. Y, naturalmente,
una vez realizada la ''hazaña'', el gobierno de la isla la pregona por
los cuatro vientos como si se tratara del arribo a la democracia.
En el índice elaborado para el número 25 de Encuentro de la
cultura cubana, que recoge todo lo publicado durante siete años en esa
importante revista del exilio, aparecen como colaboradores más de 100
intelectuales de la diáspora. En la sección de reseñas del
mismo índice aparecen más de 150 títulos, publicados fuera
de Cuba, por autores exiliados, en los últimos siete años.
Si el Ministerio de Cultura de la isla está interesado en difundir la
obra intelectual de la diáspora cubana debería empezar por
estudiar con cuidado esa lista de importantes creadores, que trabaja por la
cultura cubana desde cualquier ciudad del planeta. |