Memorias de
un ex-policía cubano
Ramón Díaz-Marzo
HABANA VIEJA, noviembre (www.cubanet.org) - Yo combatí al tirano
Fulgencio Batista desde las filas clandestinas del Movimiento 26 de Julio, y
cuando triunfó la Revolución en el año 1959, mi nivel de
comprometimiento con el movimiento era profundo. Así, desde los primeros
días fui seleccionado para inaugurar la Policía Nacional
Revolucionaria.
Por entonces era joven y tenía una opinión ingenua sobre mis
compañeros. No mediré a todos por igual, pero contaré un
suceso que me permitió comprender la naturaleza maliciosa de un ex-compañero.
Dentro de las pocas anécdotas que ahora me atrevo a contar, ésta
fue la gota que colmó mi copa.
Todavía no es el momento de especificar cuál fue mi papel en
aquellos tiempos, porque sería reconocido por algunos de mis ex-compañeros
que hoy continuarán ocupando, supongo, puestos claves en el Ministerio
del Interior. Yo también, como el resto de la población, tengo
miedo. Y como muchos cubanos prefiero vivir en las sombras porque conozco cómo
funciona el Ministerio del Interior; conocí sus entranas y puedo asegurar
que la sociedad cubana está controlada por un sistema policial científico,
aunque por momentos parezca que en el país reina el caos.
Por aquellos primeros años fueron muchas las arbitrariedades que se
cometieron contra toda persona que no simpatizara con la Revolución,
aunque lo manifestara de forma pacífica. A nosotros lo que nos salvó
de una catástrofe social mayor fueron tres hechos: ni somos chinos, ni
eslavos, y vivimos al lado del país mejor organizado del mundo.
Pocas veces utilicé el uniforme de reglamento. La naturaleza de mis
funciones me obligaba a vestirme de civil. Mi trabajo lo hacía en equipo,
con un cabrón que toleré hasta un día.
Estábamos haciendo un recorrido de rutina. Yo manejaba el vehículo,
y recuerdo que regresábamos en horas de la tarde de las playas del Este
de La Habana. Habíamos cruzado el túnel de la Bahía y nos
desplazábamos por Zulueta. A la altura del Parque Central mi ex-compañero
se percató de un hombre que, caminando por los portales de la Manzana de
Gómez, llevaba sobre sus hombros cuatro cámaras fotográficas.
De inmediato me ordenó detener el vehículo.
Aguardando dentro del carro observe cómo mi cabrón compañero
interceptaba al hombre, de unos treinta años de edad. Evidentemente se
trataba de un fotógrafo que realizaba su trabajo desde antes del triunfo
revolucionario, no del espía que las películas suelen mostrarnos
con sus cámaras sofisticadas fotografiando documentos secretos.
Salí del vehículo y llegué a tiempo para escuchar de
labios de mi cabrón compañero la exigencia que le hacía al
ciudadano de mostrarle la propiedad de aquel montón de cámaras. Aún
me pregunto a quién se le ocurre exigirle a cualquier ciudadano la
propiedad de una cámara fotográfica o del reloj que lleva en la muñeca
cuando no existe una circular de Jefatura.
Aquella cañona me permitió vislumbrar cuál era la
verdadera intención de mi ex-compañero: quedarse con las cámaras,
dadas las circunstancias de terror político que reinaba en el país
después del alzamiento de los anti-comunistas en las lomas del Escambray,
la Crisis de Octubre que puso en peligro la paz del mundo, y la pequeña
guerra de Playa Girón.
Por ética de trabajo no le llevé la contraria a mi ex-compañero.
Así que condujimos al tipo hasta el viejo Chevrolet, aparentemente civil,
pero que era uno de los muchos vehículos que rodaban por la ciudad y
trabajaban para un departamento especial del entonces joven Ministerio del
Interior.
Como aquel caso no encajaba en nuestro contenido de trabajo nos dirigimos
hacia una Unidad del Minint situada en Cuba y Chacón.
Al llegar a la unidad le mostramos al oficial de guardia nuestra identidad,
lo cual nos otorgaba cierto rango por encima de los demás policías
y nos permitía diseñar la suerte de un detenido que nosotros
condujéramos.
De inmediato el oficial de guardia ordenó que al pobre tipo lo
encerraran en un calabozo. Por supuesto, antes de que lo encerraran ordené
que le permitieran usar el teléfono.
Mi cabrón compañero daba pequeños pasos en el corto
tramo de la entrada principal, cuya construcción pertenecía a la época
de la colonia y era un castillo.
El problema consistía en que mi cabrón compañero tenía
que reportar a nuestro jefe inmediato superior la naturaleza de aquella detención.
Yo podía leer sus verdaderas intenciones. A los pocos minutos, la
realidad lo demostró. El cabrón me dijo:
- La idea que tengo es sacar al tipo del calabozo. Lo metemos en una
habitación de interrogatorio con lámparas en la cara para
asustarlo. Le decimos que sabemos que está metido en "problemas"
y podríamos darle una oportunidad si coopera. Por el modo en que
reaccione sabremos si se trata de un tipo miedoso que, con tal de verse libre,
es capaz irse de aquí sin reclamar la devolución de sus cámaras.
Le respondí que no me prestaría para semejante vileza. Y que
si él insistía en mantener aquella situación, no me quedaría
más opción que informar a Jefatura.
Mientras el cabrón y yo discutíamos el tiempo pasaba. Ya
anochecía cuando el custodio dejó entrar a dos mujeres. Una era la
esposa del detenido y la otra, casi anciana, la madre, que de inmediato rompió
a llorar. Yo traté de calmar la situación mientras le ordenaba al
oficial de guardia que trajera al detenido y le devolvieran sus cámaras
fotográficas.
Cuando trajeron al infeliz vi como su familia lo abrazaba como si hubieran
estado muchos años sin verlo. Entonces los tres se me quedaron mirando en
busca de una respuesta. Y yo, totalmente avergonzado, le entregué las cámaras
fotográficas al detenido, y mientras los acompañaba hasta la
puerta de salida, les mentí diciéndoles que se trataba de una
operación secreta, y al fotógrafo, cuando lo avistamos por los
alrededores del Parque Central, lo habíamos confundido con un
contrarrevolucionario que buscábamos.
Supongo que ese hombre jamás volvió a salir a la calle con
tantas cámaras colgadas de sus hombros. En cuanto al cabrón, ésa
fue la última vez que trabajamos juntos.
Después de aquel suceso hablé con un amigo que trabajaba
dentro del Minint y logré que me trasladaran hacia otro departamento.
Luego, utilizando la astucia, y siempre ocultando mi verdadero propósito,
continué consiguiendo nuevos traslados hacia departamentos menos
comprometedores. Y en un par de años logré zafarme de todo
compromiso con el Minint, y también con cualquier responsabilidad que me
atara al Movimiento 26 de Julio.
Ramón Díaz-Marzo es el autor de la novela "Cartas a
Leandro", publicada por CubaNet.
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