CUBANET .INDEPENDIENTE

27 de noviembre, 2002

Memorias de un ex-policía cubano

Ramón Díaz-Marzo

HABANA VIEJA, noviembre (www.cubanet.org) - Yo combatí al tirano Fulgencio Batista desde las filas clandestinas del Movimiento 26 de Julio, y cuando triunfó la Revolución en el año 1959, mi nivel de comprometimiento con el movimiento era profundo. Así, desde los primeros días fui seleccionado para inaugurar la Policía Nacional Revolucionaria.

Por entonces era joven y tenía una opinión ingenua sobre mis compañeros. No mediré a todos por igual, pero contaré un suceso que me permitió comprender la naturaleza maliciosa de un ex-compañero. Dentro de las pocas anécdotas que ahora me atrevo a contar, ésta fue la gota que colmó mi copa.

Todavía no es el momento de especificar cuál fue mi papel en aquellos tiempos, porque sería reconocido por algunos de mis ex-compañeros que hoy continuarán ocupando, supongo, puestos claves en el Ministerio del Interior. Yo también, como el resto de la población, tengo miedo. Y como muchos cubanos prefiero vivir en las sombras porque conozco cómo funciona el Ministerio del Interior; conocí sus entranas y puedo asegurar que la sociedad cubana está controlada por un sistema policial científico, aunque por momentos parezca que en el país reina el caos.

Por aquellos primeros años fueron muchas las arbitrariedades que se cometieron contra toda persona que no simpatizara con la Revolución, aunque lo manifestara de forma pacífica. A nosotros lo que nos salvó de una catástrofe social mayor fueron tres hechos: ni somos chinos, ni eslavos, y vivimos al lado del país mejor organizado del mundo.

Pocas veces utilicé el uniforme de reglamento. La naturaleza de mis funciones me obligaba a vestirme de civil. Mi trabajo lo hacía en equipo, con un cabrón que toleré hasta un día.

Estábamos haciendo un recorrido de rutina. Yo manejaba el vehículo, y recuerdo que regresábamos en horas de la tarde de las playas del Este de La Habana. Habíamos cruzado el túnel de la Bahía y nos desplazábamos por Zulueta. A la altura del Parque Central mi ex-compañero se percató de un hombre que, caminando por los portales de la Manzana de Gómez, llevaba sobre sus hombros cuatro cámaras fotográficas. De inmediato me ordenó detener el vehículo.

Aguardando dentro del carro observe cómo mi cabrón compañero interceptaba al hombre, de unos treinta años de edad. Evidentemente se trataba de un fotógrafo que realizaba su trabajo desde antes del triunfo revolucionario, no del espía que las películas suelen mostrarnos con sus cámaras sofisticadas fotografiando documentos secretos.

Salí del vehículo y llegué a tiempo para escuchar de labios de mi cabrón compañero la exigencia que le hacía al ciudadano de mostrarle la propiedad de aquel montón de cámaras. Aún me pregunto a quién se le ocurre exigirle a cualquier ciudadano la propiedad de una cámara fotográfica o del reloj que lleva en la muñeca cuando no existe una circular de Jefatura.

Aquella cañona me permitió vislumbrar cuál era la verdadera intención de mi ex-compañero: quedarse con las cámaras, dadas las circunstancias de terror político que reinaba en el país después del alzamiento de los anti-comunistas en las lomas del Escambray, la Crisis de Octubre que puso en peligro la paz del mundo, y la pequeña guerra de Playa Girón.

Por ética de trabajo no le llevé la contraria a mi ex-compañero. Así que condujimos al tipo hasta el viejo Chevrolet, aparentemente civil, pero que era uno de los muchos vehículos que rodaban por la ciudad y trabajaban para un departamento especial del entonces joven Ministerio del Interior.

Como aquel caso no encajaba en nuestro contenido de trabajo nos dirigimos hacia una Unidad del Minint situada en Cuba y Chacón.

Al llegar a la unidad le mostramos al oficial de guardia nuestra identidad, lo cual nos otorgaba cierto rango por encima de los demás policías y nos permitía diseñar la suerte de un detenido que nosotros condujéramos.

De inmediato el oficial de guardia ordenó que al pobre tipo lo encerraran en un calabozo. Por supuesto, antes de que lo encerraran ordené que le permitieran usar el teléfono.

Mi cabrón compañero daba pequeños pasos en el corto tramo de la entrada principal, cuya construcción pertenecía a la época de la colonia y era un castillo.

El problema consistía en que mi cabrón compañero tenía que reportar a nuestro jefe inmediato superior la naturaleza de aquella detención. Yo podía leer sus verdaderas intenciones. A los pocos minutos, la realidad lo demostró. El cabrón me dijo:

- La idea que tengo es sacar al tipo del calabozo. Lo metemos en una habitación de interrogatorio con lámparas en la cara para asustarlo. Le decimos que sabemos que está metido en "problemas" y podríamos darle una oportunidad si coopera. Por el modo en que reaccione sabremos si se trata de un tipo miedoso que, con tal de verse libre, es capaz irse de aquí sin reclamar la devolución de sus cámaras.

Le respondí que no me prestaría para semejante vileza. Y que si él insistía en mantener aquella situación, no me quedaría más opción que informar a Jefatura.

Mientras el cabrón y yo discutíamos el tiempo pasaba. Ya anochecía cuando el custodio dejó entrar a dos mujeres. Una era la esposa del detenido y la otra, casi anciana, la madre, que de inmediato rompió a llorar. Yo traté de calmar la situación mientras le ordenaba al oficial de guardia que trajera al detenido y le devolvieran sus cámaras fotográficas.

Cuando trajeron al infeliz vi como su familia lo abrazaba como si hubieran estado muchos años sin verlo. Entonces los tres se me quedaron mirando en busca de una respuesta. Y yo, totalmente avergonzado, le entregué las cámaras fotográficas al detenido, y mientras los acompañaba hasta la puerta de salida, les mentí diciéndoles que se trataba de una operación secreta, y al fotógrafo, cuando lo avistamos por los alrededores del Parque Central, lo habíamos confundido con un contrarrevolucionario que buscábamos.

Supongo que ese hombre jamás volvió a salir a la calle con tantas cámaras colgadas de sus hombros. En cuanto al cabrón, ésa fue la última vez que trabajamos juntos.

Después de aquel suceso hablé con un amigo que trabajaba dentro del Minint y logré que me trasladaran hacia otro departamento. Luego, utilizando la astucia, y siempre ocultando mi verdadero propósito, continué consiguiendo nuevos traslados hacia departamentos menos comprometedores. Y en un par de años logré zafarme de todo compromiso con el Minint, y también con cualquier responsabilidad que me atara al Movimiento 26 de Julio.

Ramón Díaz-Marzo es el autor de la novela "Cartas a Leandro", publicada por CubaNet.

Lea fragmentos de la novela.


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