CUBANET... INTERNACIONAL

Noviembre 7, 2002



Noche electoral

Vicente Echerri. El Nuevo Herald, noviembre 7, 2002.

Mientras escribo esta columna, al anochecer de este martes 5 de noviembre, está por terminar un día de elecciones en Estados Unidos. La ocasión hace inevitable que me acuerde de otro martes 5 de noviembre, de 1968, cuando Richard Nixon fue electo presidente por primera vez. Esa misma noche, a unas cien millas al sur de Cuba, andaba yo de náufrago en un bote destartalado en el que intentaba escapar del paraíso que Fidel Castro se empeñaba en construir en mi patria. Un paraíso del cual, para entonces, era muy difícil lograr ser expulsado. Yo lo había intentado en compañía de unos amigos el 1 de noviembre y, cinco días después, sin agua, sin comida, sin motor y sin velas, nos veíamos remando hacia un hipotético sur sobre lo que parecía un inmenso lago de asfalto.

Esa noche, que parecía salida de las aventuras de Arthur Gordon Pynn, no por miserable había logrado hacerme olvidar las elecciones norteamericanas. La consolidación del castrismo me parecía, y aún me parece, una lamentable derivación de la derrota electoral de Nixon en 1960. La torpeza y la ''decencia'' de John Kennedy abortaron el expediente de la acción militar. Seis años después, y aunque Cuba ya era parte inamovible del status quo de la guerra fría, aún yo tenía esperanzas de que Nixon en la Casa Blanca pudiera hacer algo eficaz para sacarnos de la brutal intemporalidad comunista. Cinco días más tarde, y a punto de morirme, se abrieron para mí las puertas de la cárcel.

Treinta y cuatro años y diecisiete elecciones después, terminada la guerra fría, desaparecida la Unión Soviética, barrido el comunismo de medio mundo, la inamovilidad del paraíso de Castro va convirtiéndose para muchos en un artículo de fe. Los noticieros de la tarde, al tiempo que especulaban sobre los resultados de la consulta pública y de la muerte por control remoto de unos terroristas en Yemen, comentaban la visita de Steven Spielberg a La Habana, quien había estado departiendo largas horas con Castro, el mismo Castro de quien yo intenté huir hace 34 años, ¡el mismo que interrumpió bruscamente mi infancia hace 44! ¡Qué indignidad esta visita! ¡Qué vergüenza esta inmutabilidad, esta esclerosis!

Sin embargo, más allá de las víctimas directas del castrismo, no son tantos --al menos entre los que escriben, los que trafican con ideas-- los que perciben claramente el horror de Cuba. Pese a la ininterrumpida permanencia en el poder, a los grotescos referendos, al fracaso económico, al hundimiento moral, a la emigración masiva, etc., etc., la mirada de muchos occidentales --europeos y norteamericanos-- sigue siendo benigna, comprensiva, tal vez un poco condescendiente e incluso divertida. Desde luego que los visitantes extranjeros saben que no hay libertad de expresión, ni de prensa, ni de reunión, ni de partidos políticos, ni de empresa. ¡Qué pena, con tan lindo país y tan bonitas playas, con lo amables y guapos que son los cubanos y tan complacientes con los turistas por unos pocos dólares! ¡Si tan sólo Estados Unidos levantara el embargo!

Este discurso caricaturesco, parejo a la mención forzosa de los supuestos ''logros de la revolución'' en la educación y la salud (¿qué educación, qué salud?) es un lugar común que ha logrado imponerse a la mafia uniformada, a la asfixia, al narcotráfico, al terrorismo y a todos los otros quehaceres delictivos a los que Castro se ha dedicado por casi cinco décadas sin conseguir que lo acaben de tomar en serio y, merecidamente, lo destruyan.

La única explicación racional que encuentro para esta perseverancia de una falsa imagen es la de que Fidel Castro, desde hace mucho tiempo, pertenece al folclore, a la cultura pop de Estados Unidos, como el ratón Mickey, David Crockett y Billy the Kid: una suerte de capitán Garfio en traje verde oliva que posee una auténtica isla encantada un poco más al sur de Disney World; desvencijado theme park de los años cincuenta y sesenta al que unos agenciosos empresarios podrían convertir en una verdadera mina de oro. ¡Si tan sólo levantaran el embargo! Sería como mudar a Tailandia para el Caribe, con el incentivo agregado de ver, operando como si fuera verdad, el andrajoso proyecto comunista con un comandante de opereta que las circunstancias han reducido --o exaltado, Dios sabe-- a Proxeneta Máximo.

Es esta visión burlesca --que hace posible que un aeromozo de American Airlines salga a repartir caramelos disfrazado de Castro-- la que impide, creo yo, amén de los tropiezos de un exilio miope y torpe, que Estados Unidos restituya el orden y la democracia a sus propias puertas recurriendo a la fuerza. Entretanto, esta misma noche, 34 años después de mi fallida aventura, habrá sin duda otros jóvenes que estén intentando escapar de ese gigantesco burdel en quiebra que es mi pobre país. Dudo sí que tengan alguna esperanza en las elecciones de Estados Unidos.

© Echerri 2002

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