CUBANET .INDEPENDIENTE

31 de mayo, 2002


Memorias de la Plaza (XXXII)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Ya estaba como ellos querían. Padeciendo mi falta de derechos para entrar o salir de mi país cuando lo necesitara o se me antojara. Sufriendo mi impotencia frente a un régimen que es dueño de la tierra, el mar, el cielo y cuanto ganado humano y animal lo pueble. Esperando, sin otra opción, que mis amos me concedieran la carta de manumisión. Sólo que yo no era un esclavo manso. Me había rebelado. Me castigaban con el cepo de lo que ellos llaman "la tarjeta blanca" y que, por supuesto, hay que pagar para obtenerla.

El dinero que había ahorrado para estos menesteres con mi trabajo en la Plaza de Armas ya lo había gastado para sobrevivir mientras esperaba la visa. Sin embargo, ellos me seguían acusando de mercenario, seguían gritando desde cada tribuna que recibíamos gruesas sumas del "imperio". Cuánto de menos le echaba a la Plaza y a mis libros. Me habían servido para no ser uno más en la dotación que les trabajaba en el rancho y los bembé.

Había cumplido todos los requisitos del esclavo que se despide del yugo. Asistí a las oficinas de Inmigración y Extranjería, me sometí a un carísimo y muy somero chequeo médico, permití que mi casa y cuanto tareco la habitan fueran pasados por un minucioso inventario, comencé a esperar los últimos trámites legales y divinos que me alejarían de la pesadilla. Pero la pesadilla realmente comenzaba entonces. Había caído en las trampas del demonio.

El 30 de noviembre de 2000 la mensajera de correos de mi barrio gritó en los bajos de mi edificio: "¡Apartamento 14!" Y los vecinos que vieron a la cartera agitando un rectángulo blanco cruzado diagonalmente por una franja azul se percataron inmediatamente que se trataba del permiso de salida y, con muestras de cierta alegría contagiosa, alentaron a mi esposa para que bajara con premura. Ahí estaba la primera truculencia. En la tarjeta blanca solamente se consignaban los nombres de mi esposa y de mi hijo. Yo no estaba autorizado a partir.

Recurrí nuevamente a la oficina de Inmigración y Extranjería. La oficial que me atendió se limitó a expresarme que yo no podía viajar. Pregunté por qué. No me explicó. Respondió que se reservaban el derecho de hacerlo. Sonreí. Al menos alguien en Cuba tenía algún derecho. Me despedí convencido de que no era aquella oficial ni la oficina que representaba quien se abrogaba el derecho de no permitir mi salida del país. Lo corroboré la noche del 16 de diciembre de ese mismo año.

Un oficial de la policía política que impidiera mi paso hasta el santuario de San Lázaro, en la peregrinación que todos los años efectúa el pueblo hasta allí, fue parco y tajante conmigo: "Deja de escribir para que acabes de irte". Me pareció una burla. Yo sabía que no era tan fácil. Muchos compañeros míos, aún habiendo renunciado a sus tareas como opositores, habían sido castigados con largos meses de espera, incertidumbre y agonía. Después no hubo una ocasión en que fuera interceptado por la policía política en que no me amenazaran con lo mismo: "Hasta que no dejes de escribir y de participar en actividades contrarrevolucionarias, no te vas".

Entre tanto, Fidel Castro, Felipe Pérez Roque y otros funcionarios del gobierno tenían la desfachatez de expresar públicamente que Cuba no le negaba la salida del país a nadie. Era como para suicidarse. Pensé seriamente en algunas modalidades de suicidio. Una balsa, y que los tiburones me comieran. Una huelga de hambre, y que la inanición me matara. Seguir escribiendo hasta que pereciera. Opté por la última fórmula de suicidio y aquí estoy, medio muerto, pero verbo en ristre.

Asumí mi posición como preso. Leer y escribir eran mis únicas posibilidades. Sabía que estaba privado de todos mis derechos civiles, políticos y humanos. La isla sería mi cárcel, mi casa la celda de aislamiento. Debía prepararme para una condena de la que no sabía siquiera cuánto tiempo duraría. Y ahí mis libros perdidos volvían a aparecer como una culpa. Siempre fueron el escudo que interpuse ante los desalientos, las pobrezas, las invasiones a mi espíritu. Me refugiaba en ellos como el sitio ideal contra todos los males y perversiones del mundo. La Plaza de Armas, su olor de libros añejos, regresaban a mi mente con la fuerza con que retornan aquellos parajes donde hemos sido felices. Valía la pena salvarla aunque fuera en la memoria.

Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número cero", publicado por CubaNet.

Lea fragmentos de la novela.


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