Memorias de
la Plaza (XXXII)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Ya estaba como ellos querían.
Padeciendo mi falta de derechos para entrar o salir de mi país cuando lo
necesitara o se me antojara. Sufriendo mi impotencia frente a un régimen
que es dueño de la tierra, el mar, el cielo y cuanto ganado humano y
animal lo pueble. Esperando, sin otra opción, que mis amos me concedieran
la carta de manumisión. Sólo que yo no era un esclavo manso. Me
había rebelado. Me castigaban con el cepo de lo que ellos llaman "la
tarjeta blanca" y que, por supuesto, hay que pagar para obtenerla.
El dinero que había ahorrado para estos menesteres con mi trabajo en
la Plaza de Armas ya lo había gastado para sobrevivir mientras esperaba
la visa. Sin embargo, ellos me seguían acusando de mercenario, seguían
gritando desde cada tribuna que recibíamos gruesas sumas del "imperio".
Cuánto de menos le echaba a la Plaza y a mis libros. Me habían
servido para no ser uno más en la dotación que les trabajaba en el
rancho y los bembé.
Había cumplido todos los requisitos del esclavo que se despide del
yugo. Asistí a las oficinas de Inmigración y Extranjería,
me sometí a un carísimo y muy somero chequeo médico, permití
que mi casa y cuanto tareco la habitan fueran pasados por un minucioso
inventario, comencé a esperar los últimos trámites legales
y divinos que me alejarían de la pesadilla. Pero la pesadilla realmente
comenzaba entonces. Había caído en las trampas del demonio.
El 30 de noviembre de 2000 la mensajera de correos de mi barrio gritó
en los bajos de mi edificio: "¡Apartamento 14!" Y los vecinos que
vieron a la cartera agitando un rectángulo blanco cruzado diagonalmente
por una franja azul se percataron inmediatamente que se trataba del permiso de
salida y, con muestras de cierta alegría contagiosa, alentaron a mi
esposa para que bajara con premura. Ahí estaba la primera truculencia. En
la tarjeta blanca solamente se consignaban los nombres de mi esposa y de mi
hijo. Yo no estaba autorizado a partir.
Recurrí nuevamente a la oficina de Inmigración y Extranjería.
La oficial que me atendió se limitó a expresarme que yo no podía
viajar. Pregunté por qué. No me explicó. Respondió
que se reservaban el derecho de hacerlo. Sonreí. Al menos alguien en Cuba
tenía algún derecho. Me despedí convencido de que no era
aquella oficial ni la oficina que representaba quien se abrogaba el derecho de
no permitir mi salida del país. Lo corroboré la noche del 16 de
diciembre de ese mismo año.
Un oficial de la policía política que impidiera mi paso hasta
el santuario de San Lázaro, en la peregrinación que todos los años
efectúa el pueblo hasta allí, fue parco y tajante conmigo: "Deja
de escribir para que acabes de irte". Me pareció una burla. Yo sabía
que no era tan fácil. Muchos compañeros míos, aún
habiendo renunciado a sus tareas como opositores, habían sido castigados
con largos meses de espera, incertidumbre y agonía. Después no
hubo una ocasión en que fuera interceptado por la policía política
en que no me amenazaran con lo mismo: "Hasta que no dejes de escribir y de
participar en actividades contrarrevolucionarias, no te vas".
Entre tanto, Fidel Castro, Felipe Pérez Roque y otros funcionarios
del gobierno tenían la desfachatez de expresar públicamente que
Cuba no le negaba la salida del país a nadie. Era como para suicidarse.
Pensé seriamente en algunas modalidades de suicidio. Una balsa, y que los
tiburones me comieran. Una huelga de hambre, y que la inanición me
matara. Seguir escribiendo hasta que pereciera. Opté por la última
fórmula de suicidio y aquí estoy, medio muerto, pero verbo en
ristre.
Asumí mi posición como preso. Leer y escribir eran mis únicas
posibilidades. Sabía que estaba privado de todos mis derechos civiles,
políticos y humanos. La isla sería mi cárcel, mi casa la
celda de aislamiento. Debía prepararme para una condena de la que no sabía
siquiera cuánto tiempo duraría. Y ahí mis libros perdidos
volvían a aparecer como una culpa. Siempre fueron el escudo que interpuse
ante los desalientos, las pobrezas, las invasiones a mi espíritu. Me
refugiaba en ellos como el sitio ideal contra todos los males y perversiones del
mundo. La Plaza de Armas, su olor de libros añejos, regresaban a mi mente
con la fuerza con que retornan aquellos parajes donde hemos sido felices. Valía
la pena salvarla aunque fuera en la memoria.
Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número
cero", publicado por CubaNet.
|
Esta información ha sido transmitida por teléfono,
ya que el gobierno de Cuba no permite al ciudadano cubano acceso privado a
Internet. CubaNet no reclama exclusividad de sus colaboradores, y autoriza
la reproducción de este material, siempre que se le reconozca como
fuente.
|