Memorias de
la Plaza (XXXI)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Después sobrevinieron días
de angustias. Es mentira que el Período Especial hubiese terminado.
Ocurre que la gente se acostumbró, una vez más a lo largo del
castrismo, a vivir con menos, y las penurias les parecen normales. Lo doloroso
de los padecimientos son los primeros momentos, luego se vuelven costumbre y uno
olvida las punzadas. La libre circulación de las divisas, la entrada de
remesas familiares, el incremento del turismo internacional, la aparición
de inversionistas extranjeros, sólo han permitido que sea el régimen
quien respire con un poco más de holgura. La gente en las calles sigue
asfixiada y con menos esperanzas de que algún día terminen sus
tormentos.
La vieja Libreta de Abastecimientos ya no es un fantasma en los hogares, es
un familiar allegado; el Camello ya no es una caldera del infierno, es la compañera
entrañable; las Mesa Redonda ya no son una visita incómoda, es el
anciano de la familia que todas las tardes farfulla sus incoherencias en un rincón
de la casa. Así se ha anestesiado la presencia del cáncer que nos
corroe. La gente sigue con la enfermedad pero se lamenta menos.
Mi decisión de abandonar el negocio de libros viejos en la Plaza de
Armas se sustentaba en la idea de que el Período Especial había
amainado, se basaba en otros cálculos más o menos coherentes.
Desde 1999, cuando comencé a rematar mi mercancía, había
solicitado mi ingreso como refugiado a los Estados Unidos. Se suponía que
entre los últimos meses del año 2000 y los primeros del 2001
abandonaría el país.
El negocio de los libros realmente había decaído mucho. Ya
apenas si era rentable. El régimen se libraría de mí y yo
me olvidaría de que alguna vez viví en medio de esta pesadilla.
Pero en Cuba no se puede ser coherente. Ninguna de las dos cosas sucedieron.
Ni ellos se libraron de mí, ni yo pude irme. Comenzaba una nueva etapa.
La de resistir con la mayor dignidad posible. Hay quienes han mirado de frente
la oscura boca de los cañones en la hora de su fusilamiento, ¿por qué
no podría yo mantener mi decoro ante la arbitrariedad de no permitirme
partir? Sería cuestión de tiempo.
Me mantuve, y me mantengo, escribiendo. Es la forma más honrosa que
tuve a mano para defender mis derechos. Lamento haberme retirado de la Plaza, me
ayudaba a emplear mi tiempo en algo de utilidad, por lo menos material. Uno
puede retirarse de cualquier empleo, pero la memoria no se retira. Cada día,
quizás por añoranza, quizás por nostalgia la Plaza se asoma
a mis recuerdos. Es como un remanso que me sirve para refugiarme en momentos más
agradables que los presentes.
Por entonces la sede del Grupo Decoro radicaba en casa de la poetisa Tania Díaz
Castro. Ella me trataba con tantos mimos y cuidados que, a pesar de la rispidez
que todos le achacaban, yo la recuerdo con un profundo sentimiento de ternura y
agradecimiento. Para mí fue como una hermana mayor y gruñona que
no me permitía cometer tonterías. Nunca dudé de su cariño.
Sólo que Tania está fabricada con esa sustancia revuelta,
contradictoria con que los procesos históricos convulsos modelan a los
seres inteligentes y sensibles. Era látigo y flor a la vez. Su historia
personal, que unos cotejan a su acomodo y otros tergiversan a su manera,
solamente ella la padeció y conoce bien, y no le permitía ser miel
únicamente. Había sido ultrajada, casi macerada por el engranaje
totalitarista. Y si había conseguido rehacerse se lo debía a esa
voluntad volcánica que la acompaña.
Fue ella quien mandó avisarme que habían aprobado mi solicitud
de refugio en los Estados Unidos. El Johnny, un amigo de quien apenas guardo
unos relámpagos de recuerdos, y cuyo nombre completo nunca llegué
a saber, telefoneó, por petición de Tania, a una vecina mía
que, aparte de cobrar muy caro por el uso de su teléfono, no acepta
llamadas comprometedoras y avisa sólo las más importantes, lo hace
de mala gana. El Johnny, impuesto por Tania de los resabios de mi vecina, simuló
acento extranjero para pedirle que me pusiera al habla. La señora me avisó,
convencida de que debía ser un asunto muy importante. En Cuba, siempre
que haya un extranjero de por medio, cualquier bobada recobra una alta jerarquía.
Por poco suelto una carcajada y hecho a perder la mascarada cuando el
Johnny, con lo más florido del léxico popular cubano, me dijo: "Oye,
arranca ahora mismo pa' la Oficina a recoger tu visa pa' que te vayas pa'l
carajo".
Era el 24 de octubre de 2000. Se había decretado a la vez mi liberación
y mi presidio. Los Estados Unidos, debido a las pruebas que presenté del
acoso a que era sometido por parte del régimen a causa de mi desempeño
como periodista independiente, aprobó mi condición de refugiado;
Cuba, sin juicio y sin defensa, me condenó a permanecer en la isla, sin
que supiera siquiera el tiempo a que me habían condenado.
No quedaba más que esperar y recordar. Así nació la
idea de brindarle un homenaje al negocio de los libros viejos en la Plaza de
Armas que tantísimo me había ayudado a paliar los estragos del Período
Especial, al periodismo independiente cubano que tanto me había ayudado
al engrandecimiento como individualidad, y a los muchísimos personajes
que en ambos empleos me acompañaron en el dantesco viaje por esta "selva
oscura".
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