CUBANET .INDEPENDIENTE

30 de mayo, 2002


Memorias de la Plaza (XXXI)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Después sobrevinieron días de angustias. Es mentira que el Período Especial hubiese terminado. Ocurre que la gente se acostumbró, una vez más a lo largo del castrismo, a vivir con menos, y las penurias les parecen normales. Lo doloroso de los padecimientos son los primeros momentos, luego se vuelven costumbre y uno olvida las punzadas. La libre circulación de las divisas, la entrada de remesas familiares, el incremento del turismo internacional, la aparición de inversionistas extranjeros, sólo han permitido que sea el régimen quien respire con un poco más de holgura. La gente en las calles sigue asfixiada y con menos esperanzas de que algún día terminen sus tormentos.

La vieja Libreta de Abastecimientos ya no es un fantasma en los hogares, es un familiar allegado; el Camello ya no es una caldera del infierno, es la compañera entrañable; las Mesa Redonda ya no son una visita incómoda, es el anciano de la familia que todas las tardes farfulla sus incoherencias en un rincón de la casa. Así se ha anestesiado la presencia del cáncer que nos corroe. La gente sigue con la enfermedad pero se lamenta menos.

Mi decisión de abandonar el negocio de libros viejos en la Plaza de Armas se sustentaba en la idea de que el Período Especial había amainado, se basaba en otros cálculos más o menos coherentes. Desde 1999, cuando comencé a rematar mi mercancía, había solicitado mi ingreso como refugiado a los Estados Unidos. Se suponía que entre los últimos meses del año 2000 y los primeros del 2001 abandonaría el país.

El negocio de los libros realmente había decaído mucho. Ya apenas si era rentable. El régimen se libraría de mí y yo me olvidaría de que alguna vez viví en medio de esta pesadilla.

Pero en Cuba no se puede ser coherente. Ninguna de las dos cosas sucedieron. Ni ellos se libraron de mí, ni yo pude irme. Comenzaba una nueva etapa. La de resistir con la mayor dignidad posible. Hay quienes han mirado de frente la oscura boca de los cañones en la hora de su fusilamiento, ¿por qué no podría yo mantener mi decoro ante la arbitrariedad de no permitirme partir? Sería cuestión de tiempo.

Me mantuve, y me mantengo, escribiendo. Es la forma más honrosa que tuve a mano para defender mis derechos. Lamento haberme retirado de la Plaza, me ayudaba a emplear mi tiempo en algo de utilidad, por lo menos material. Uno puede retirarse de cualquier empleo, pero la memoria no se retira. Cada día, quizás por añoranza, quizás por nostalgia la Plaza se asoma a mis recuerdos. Es como un remanso que me sirve para refugiarme en momentos más agradables que los presentes.

Por entonces la sede del Grupo Decoro radicaba en casa de la poetisa Tania Díaz Castro. Ella me trataba con tantos mimos y cuidados que, a pesar de la rispidez que todos le achacaban, yo la recuerdo con un profundo sentimiento de ternura y agradecimiento. Para mí fue como una hermana mayor y gruñona que no me permitía cometer tonterías. Nunca dudé de su cariño. Sólo que Tania está fabricada con esa sustancia revuelta, contradictoria con que los procesos históricos convulsos modelan a los seres inteligentes y sensibles. Era látigo y flor a la vez. Su historia personal, que unos cotejan a su acomodo y otros tergiversan a su manera, solamente ella la padeció y conoce bien, y no le permitía ser miel únicamente. Había sido ultrajada, casi macerada por el engranaje totalitarista. Y si había conseguido rehacerse se lo debía a esa voluntad volcánica que la acompaña.

Fue ella quien mandó avisarme que habían aprobado mi solicitud de refugio en los Estados Unidos. El Johnny, un amigo de quien apenas guardo unos relámpagos de recuerdos, y cuyo nombre completo nunca llegué a saber, telefoneó, por petición de Tania, a una vecina mía que, aparte de cobrar muy caro por el uso de su teléfono, no acepta llamadas comprometedoras y avisa sólo las más importantes, lo hace de mala gana. El Johnny, impuesto por Tania de los resabios de mi vecina, simuló acento extranjero para pedirle que me pusiera al habla. La señora me avisó, convencida de que debía ser un asunto muy importante. En Cuba, siempre que haya un extranjero de por medio, cualquier bobada recobra una alta jerarquía.

Por poco suelto una carcajada y hecho a perder la mascarada cuando el Johnny, con lo más florido del léxico popular cubano, me dijo: "Oye, arranca ahora mismo pa' la Oficina a recoger tu visa pa' que te vayas pa'l carajo".

Era el 24 de octubre de 2000. Se había decretado a la vez mi liberación y mi presidio. Los Estados Unidos, debido a las pruebas que presenté del acoso a que era sometido por parte del régimen a causa de mi desempeño como periodista independiente, aprobó mi condición de refugiado; Cuba, sin juicio y sin defensa, me condenó a permanecer en la isla, sin que supiera siquiera el tiempo a que me habían condenado.

No quedaba más que esperar y recordar. Así nació la idea de brindarle un homenaje al negocio de los libros viejos en la Plaza de Armas que tantísimo me había ayudado a paliar los estragos del Período Especial, al periodismo independiente cubano que tanto me había ayudado al engrandecimiento como individualidad, y a los muchísimos personajes que en ambos empleos me acompañaron en el dantesco viaje por esta "selva oscura".


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