Memorias de
la Plaza (XXX)
Manuel Vázquez Portal
LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - Como el perrito era chino / un señor
me lo compró / por un poco de dinero / y unas botas de charol.
Con algo de dolor y de sorna recordé la canción infantil. Había
tomado de la gaveta de mi escritorio los últimos veinte dólares de
los ahorros de mi negocio de libros viejos en la Plaza de Armas para que mi
esposa comprara algo de comer. Durante once meses extraje, no sin cierto recelo,
el dinero que, a duras tacañerías, había acumulado allí.
Era suficiente para pagar los gastos del viaje hacia los Estados Unidos cuando
me otorgaran la visa. La fecha no puedo olvidarla: septiembre de 2000.
Fue la primera vez que eché de menos mis libros. Vi las paredes aún
manchadas por los anaqueles que eliminé a medida que se vaciaban, y un
sentimiento como de manquedad se apoderó de mí. Ya no tenía
libros ni tenía dinero. Había llegado un momento terrible. Ahora
dependería totalmente del periodismo. Si cesaba de escribir, o me
agotaba, o enloquecía, o la estancada sociedad cubana no me propiciaba
nuevos temas, moriríamos de hambre mi familia y yo. Pero la falta de
dinero me laceró menos que la nostalgia que me invadió de repente.
En aquellos anaqueles, muchos de los cuales me habían acompañado
por más de treinta años, reposaban libros de un valor sentimental
que ningún dinero hubiera podido pagar a no ser por la urgencia con que
el Período Especial golpeó a sus páginas. Entre ellos
muchos de los que mis amigos escritores me habían autografiado. Sentí
como si mi vieja bibliomanía se volviera contra mí para cobrarme
muy caro mi deslealtad. ¿Qué había hecho con mis mejores cómplices,
mis mejores consejeros, mis mejores maestros? ¿No me habían ayudado
en mi ignorancia, en mi agonía, en mi ocio, en mi afán de
escribir?
Indudablemente aquel día mis libros perdidos se vengaron de mí.
Desfilaron por mi memoria en una danza macabra organizada por mi pecado.
Gritaban desde el centro de la pira a la cual yo los había lanzado. Se
contorsionaban entre las llamas de mi herejía. Se retorcían de
olvido. Me culpaban de abandono y traición.
Mi esposa no pudo saber -me guardé mucho de entristecerla- que con
aquellos veinte dólares me despedía de uno de mis tesoros más
valiosos: mis libros acumulados, mimados, manoseados desde la infancia.
En la Plaza había vendido mi entrañable Quijote, regalo de mi
abuelo Pablo, quien me lo llevara al hospital donde me habían ingresado
para componerme una pierna que Clementina, la vieja y medio ciega yegua
familiar, me había destrozado con una caída; había vendido
La Biblia que mi madre heredara de su abuela y que había convivido más
de un siglo con mi familia; había vendido los cientos de libros que,
juntando el dinero de las meriendas y "colándome" por debajo de
las carpas de los circos que cruzaban por Morón, le había comprado
al viejo Arias en la única librería del pueblo; había
vendido mi sueño de ser un anciano sabio una vez llegado mi turno de
abuelito.
Cuando mi esposa partió para "la shopping", de donde
regresaría más tarde con unos escasos bastimentos que no alcanzarían
siquiera para tres días, me sentí el ser más extraviado del
mundo. Estaba convencido de que mi voluntad, probada durante cuarenta y dos años
de vicisitudes, no me abandonaría para hallar una nueva solución
económica que solventara las necesidades de mi familia, pero me afligía
tanto la certidumbre repentina de la irreparable pérdida de mis libros
que estuve convencido también de que serían una cicatriz
imborrable en mi recuerdo, que cargaría siempre como un fardo de culpas,
de remordimientos.
Detrás de esa máscara de jodedor contumaz que he usado para
que la banalidad, la insania o la ordinariez no me magullen demasiado se ha
escondido siempre un empedernido y doloroso romántico. Ha sido mi manera
de que los fantasmas que me asedian no alcancen a las personas que amo. Sobre el
cúmulo de miserias, agonías, sufrimientos que muchas veces impone
la cotidianidad, he volcado un torrente de bromas para, ya que no las puedo
evitar, al menos, aliviarlas. Y por eso, haciendo un supremo esfuerzo, cuando le
alargué a mi esposa el último billete de los ahorrados de mi
negocio de libros viejos en la Plaza de Armas, para que ella no se percatara de
mi tristeza, le canté, aflautando la voz como los niños:
Las botas se me rompieron / y el dinero se acabó. / Ay, perrito de mi
vida / ay, perrito de mi amor.
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