Enrique Patterson.
El Nuevo Herald,
mayo 22, 2002.
No sé si por casualidad o por ironía del destino la figura del
ex presidente Carter se asocia en Cuba con dos importantes plebiscitos. Uno ilegítimo
--el Mariel--, pero determinante en el cambio de percepción de la opinión
internacional respecto a la revolución cubana; el otro --el Proyecto
Varela-- no se realizará, pero incidirá aún más en
el mismo sentido.
La política exterior centrada en los derechos humanos abrió
una brecha interna en la conceptualización totalitaria de la sociedad y
la política basada en el enfoque clasista como el criterio primordial de
la acción gubernamental. Al centrar su política en la defensa de
los derechos humanos Carter introdujo un absoluto para medir la eficacia y la
acción de los gobiernos por encima de los relativismos de la llamada política
del interés de clase y los irracionalismos de las ideologías;
ayudando a restablecer --por el peso de Norteamérica en la política
mundial-- el criterio de que el comportamiento civilizado de un estado para con
los ciudadanos se mide por el cumplimiento de los estándares mínimos
establecidos en la Declaración de los Derechos Humanos.
El efecto de tal política exterior en Cuba provocó un peculiar
plebiscito antitotalitario. Los cubanos, imposibilitados de expresarse en las
urnas, lo hacían masivamente con los pies en colegios electorales
flotantes. Miles de ciudadanos, hasta ese momento tenidos por fieles seguidores,
se inscribieron en las listas para votar y botarse para siempre del ''glorioso
país'' por un puente marítimo que tanto Castro como Carter decían
que no iban a cerrar, pero que los asustó en extremo.
La crisis económica de los ochenta no le permitía a EU
asimilar abruptamente a dos o más millones de cubanos, de modo que el
gobierno de Carter se decidió a detener aquella ''noria salvaje''. El
gobierno cubano comprendió que, por ese camino, podía quedarse
casi sin gobernados, ser derrotado por abandono y comenzó a urdir de qué
modo lograría que la sociedad norteamericana y hasta los cubanos
exiliados rechazaran a los recién llegados. En tal propósito
encontró en el exilio histórico un aliado inesperado. Castro hizo
gala de sus mañas para hacer creer --y el exilio para creerlo
gustosamente-- que la mayoría de los recién llegados, que no
pertenecían a la elite establecida en Miami a los inicios del exilio, era
una retahíla de delincuentes y loquitos.
Hay quienes piensa que la visita de Carter a la isla impulsará cierta
apertura y acaso mejore la situación de los derechos humanos. Lo dudo.
Una dictadura, por su naturaleza, es siempre interna, y los factores externos,
de apertura o de endurecimiento, no la hacen dejar de comportarse como una
dictadura. Lo fructífero de la visita se ubica en otra parte, y tiene que
ver con su coincidencia con la entrega del Proyecto Varela a la Asamblea
Nacional.
Mientras Castro ha estado dispuesto a hablar con Carter de todo lo que éste
ha deseado, acaso por su condición de ex presidente y norteamericano, e
incluso darle una tribuna para que hable a los cubanos, es incapaz de hacer lo
mismo con esos más de doce compatriotas que, dentro de Cuba, usan la
constitución vigente para propiciar cambios por métodos legales y
pacíficos. Si la oposición muestra más respeto por la
constitución vigente que el gobierno, éste respeta más a un
ex presidente norteamericano que a su propia legalidad. A su vez, es el ex
presidente norteamericano quien visita a estos cubanos excluidos, mostrando así
más respeto por todas las corrientes de pensamiento del pueblo cubano que
el propio gobierno.
En su artículo El reto de Carter [Eloy Gutiérrez Menoyo,
Perspectiva, 12 de mayo], el autor del mismo expresa de Castro: ''Quien lo
recibe (a Carter) se halla en disposición de... hallar una premisa de
reciprocidad y elaborar reglas de ejecución que se fundamenten en el
respeto de la soberanía y la libre determinación de ambos países''.
Sin embargo, ¿cómo puede el gobierno cubano hablar en nombre de una
soberanía cuya expresión --la voluntad popular-- impide? Aunque
una mejora de las relaciones entre los dos países sería deseable,
también es necesario comprender que Castro no es un dictador por culpa de
la política norteamericana, sino por su relación con los cubanos.
Resulta una falacia pensar que, en una democracia, la política
exterior hacia determinados países pueda estar al margen de los intereses
de un grupo significativo de electores. Criticar políticas que a menudo
han adoptado sectores de la comunidad cubana para tratar de hacerlas más
efectiva no es lo mismo que pedir --¡en una democracia!-- que sus opiniones
no sean tomadas en cuenta.
La visita de Carter no puede hacer que la política de EU hacia Cuba
cambie con la esperanza de que Castro muestre, al fin, su otra naturaleza, ni
que Castro cambie su política hacia los cubanos; acaso logre, y no es
poco, mayor entusiasmo en la oposición. En la mentalidad de Castro,
violar los derechos ciudadanos forma parte de la autodeterminación y la
soberanía. Eso también, en sus discursos y actos, lo ha dicho a
todo el mundo.
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