Pedro Roig / El Nuevo Herald, mayo 21, 2002.
Pero junto a los logros persistían el latrocinio de funcionarios
corruptos y la terrible cultura de violencia. Lacras de la colonia que seguían
profundamente enraizadas en la conciencia colectiva de la naciente nación.
Aquí descansaba el reto que encaró la tercera generación de
la República, la juventud que se formó en los años 40 y 50
y que eventualmente encabezaría la revolución que derribó a
Fulgencio Batista en 1959.
Varios notables pensadores nos advertían de síntomas
alarmantes en la conducta colectiva del cubano: nos decían que somos muy
impresionables, irreflexivos e improvisadores. Enrique José Varona señalaba
algunos de estos rasgos: ''Adonde no llega por la experiencia o la crítica,
quiere llegar o cree llegar por la imaginación. Así se ve que
escribimos de historia sin documentos; de política sin estadísticas...
Inquietos, curiosos, amigo de novedades, el cubano se conforma con una tintura
de los conocimientos más generales y a veces le basta con aparentar que
tiene esa tintura''. Luis Aguilar León en El profeta nos dice de los
cubanos: ''No les habléis de lógica. La lógica implica
razonamiento y mesura y los cubanos son hiperbólicos y desmesurados''.
Muchos de estos síntomas aún persisten en el comportamiento
colectivo y son parte activa de grandes tragedias de nuestra vida histórica.
En los 12 años que transcurrieron entre 1940 y 1952, el pueblo de
Cuba vivió una de las etapas de mayor respeto a las libertades
ciudadanas. Los gobiernos se sucedieron en traspasos de poder a partidos de
oposición en forma pacífica y en el cumplimiento cabal de la
voluntad popular expresada en las urnas.
En esta época, se construyeron grandes hospitales, se impulsaron las
obras públicas, se dictó la jornada de verano para que los
trabajadores disfrutaran ciertos días de la semana en los meses de junio,
julio y agosto. Se instituyó el llamado diferencial azucarero, mediante
el cual las diferencias entre el precio inicial proyectado y el precio final del
azúcar se repartía a fin de año entre los obreros
azucareros; se creó el Banco Nacional, el Banco de Fomento Agrícola
Industrial y el Tribunal de Cuentas.
La lucha contra la violencia gansteril y la corrupta administración pública
se convirtió en el ideal del pueblo. Más que ninguna consigna
ideológica el afán por barrer la conducta deshonesta y corrupta se
convirtió en el objetivo supremo de los cubanos. Las tribunas públicas,
la radio, televisión y prensa escrita vibraron con estas demandas de
sanear la vida pública. En el discurso nacional se advertía la
urgencia. El pueblo exigía una reforma radical en la conducta moral de la
dirigencia política y de los funcionarios del estado.
En este ideal se enmarcó el consensus nacional contra la imposición
de Batista. Había que elevar el proceso democrático sobre los
cimientos de una revolución ética que identificara lo honesto y lo
condenable; lo que era digno y lo que no se habría de permitir en la política
o la administración pública. La revolución de la honestidad
y el pleno disfrute democrático.
En aquella trinchera se dieron cita José Antonio Echeverría,
Frank País, Porfirio Ramirez, Húber Matos, Orlando Bosch, Manolo
Artime, Humberto Medrano, Agustín Tamargo, Gustavo Arcos Bergnes, Mario
Chanes de Armas y cientos de hombres y mujeres que soñaban y peleaban por
un amanecer de patria libre y justa, gobernada por dirigentes honrados y un
pueblo que premiara o castigara con su voto a aquéllos que incumplieran
el sagrado compromiso de dignificar con la conducta, cualquier gestión de
gobierno.
El 1 de enero de 1959 cayó la República. En su haber quedaba
el rescate de la soberanía nacional y el respeto a los derechos
ciudadanos enmarcados en su Constitución. La República dejaba, de
acuerdo con las estadísticas de la Organización Internacional del
Trabajo, radicada en Ginebra, un sueldo promedio de $3 diarios, superior a los
de varios países europeos. Los obreros en Bélgica promediaban
$2.80, y en Francia $1.74. El consumo de carne per cápita era superado en
América solamente por Argentina. Había una radio por cada 5
personas y 1 teléfono por cada 28 personas; 23 emisoras de radio, 600
salas de cine, 58 periódicos diarios, 126 revistas, tres cadenas
nacionales de televisión y 271,650 automóviles en un país
de 6 millones de habitantes. Al caer, la República cumplía 57 años
de edad.
Pero para sorpresa de la dictadura marxista impuesta por Fidel Castro, la
República no murió en aquella alborada trágica del 59.
Golpeada y herida se refugió en las tristes playas del exilio y en el
corazón de cientos de miles de cubanos en la isla encadenanda. Y peleó
en la clandestinidad heroica, en el Escambray y en las calcinadas arenas de Girón.
Cientos de jóvenes ofrendaron sus vidas por la democracia representativa
y las libertades ciudadanas. Virgilio Campanería, Juanín Pereira,
Ramón Ñongo Puig, Felipe Rodón, Vicente Méndez, Juan
Felipe de la Cruz y Jorge Más Canosa. Frente al crimen y la feroz represión
del castrocomunismo, la República se mantuvo erguida, como un haz de
voluntades libres en el empeño por rescatar la tierra tiranizada.
Y en el exilio nos nacieron cientos de miles de hijos, criados en el calor
de la patria cubana. Y se unieron miles de jóvenes llegados por el puente
marítimo del Mariel o en frágiles balsas que, a pesar del
adoctrinamiento castrista, se pudieron integrar a la sociedad libre en un
formidable modelo de la solidez y pujanza de la Cuba profunda en su diáspora.
Y aquí descansa nuestro gran triunfo. El haber forjado una nueva generación,
criada en la modernidad, educada en las mejores universidades, conocedora de los
adelantos científicos, expertos en la administración de empresas,
técnicos y obreros del primer mundo y, sobre todo, orgullosos de sus raíces
cubanas.
No sé cuánto durará esta lucha. El tiempo nos irá
dando respuestas a muchas interrogantes. El cómo y el cuándo del
desenlace final de la pesadilla castrista. Pero de lo que sí estoy seguro
es de que hemos de volver, con nuestros hijos y nietos, para darnos un abrazo
fraterno con aquéllos que en Cuba aman la libertad y, juntos, en la República
de Martí, pondremos en la estrella de la bandera, como él soñó,
esa fórmula del amor triunfante: "Con todos y para el bien de
todos''.
Analista político e historiador cubano.
© El Nuevo Herald |