Los ancianos
cubanos
Oscar Mario González, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo (www.cubanet.org) - En Cuba casi todo el mundo vive mal.
Esto sólo lo ponen en duda aquellos que quieren tapar el sol con un dedo.
Pero dentro de tan penosa realidad, la peor parte la llevan sin duda los
ancianos, o los viejos, como nos gusta decir a los cubanos poniendo acento
familiar en el sustantivo.
El gobierno repite hasta el cansancio que a diferencia de algunos países
en el nuestro todos tienen asegurada una pensión de por vida, y con ello
la vejez. Tal afirmación contiene una verdad y al mismo tiempo una gran
falacia. Lo cierto es que los viejos cuentan con una pensión vitalicia,
pero la gran mentira consiste en relacionar esta pensión con la seguridad
o, dicho de otro modo, derivar seguridad de la pensión adjudicada. El
viejo oficio de la manipulación es utilizado en este caso con indignante
ironía.
El monto promedio de una pensión oscila entre 110 y 120 pesos
mensuales, lo que equivale a entre 4.40 y 4.80 dólares al cambio actual.
La cuota alimenticia individual asignada por el gobierno a través de la
libreta de racionamiento cuesta unos veinte pesos. Pero lo que ofrece la
susodicha libreta a precios subsidiados sólo satisface las necesidades de
ocho o diez días a lo sumo. Con los cuatro dólares o 100 pesos
disponibles hay que enfrentar los 20 ó 22 días restantes.
El que conoce un poco nuestra realidad sabe que con 100 pesos cubanos se
puede hacer muy poca cosa, se pueden comprar muy pocos productos.
Así las cosas, nuestros viejos tienen que ingeniárselas para
sobrevivir. Dicho de un modo popular: tienen que arañar la tierra, sacar
candela, hacer maromas, volverse magos. Y no dude que lo hacen.
A través de los ancianos se puede obtener bienes y servicios que ni
siquiera se ofertan en los comercios y talleres estatales, ni se consiguen pagándolos
en dólares. Con ellos los cubanos de la tercera edad ejercen una acción
social muy beneficiosa. Sin embargo, el Estado no lo cree así por lo que
no escatima esfuerzos para acosarlos. Los comunistas cubanos son en muchos casos
peores que el perro del hortelano, pues no dejan comer y en cambio gustan de
ingerir abundantemente.
A veces, con la tolerancia omnipresente del Comité de Defensa de la
Revolución, otras con la complicidad interesada de la policía,
inspectores o de los jefes de sectores policiacos, nuestros viejos van llevando
su azarosa existencia siempre rebosante de riesgos y sobresaltos. Allá en
lo hondo del inmenso solar habanero, en pleno sol o agazapado con la complicidad
de la noche, amables, solícitos, lo mismo arreglan un equipo electrodoméstico,
que le venden una docena de huevos frescos, bien frescos, acabados de traer de Güines
o Artemisa por otro viejo que también sabe jugársela bien jugada.
Sin embargo, lo más común en el paisaje capitalino es verles
sentados, sigilosos, vendiendo jabas de nylon, cigarrillos al menudeo, tabletas
de caldo de pollo concentrado y, ocasionalmente, pasta dentífrica o
paquetes de café molido. Si bien el lugar que ellos prefieren para sus
ventas son los agromercados, se les puede ver en cualquier portal de las
principales arterias comerciales de La Habana.
No obstante, el caso del anciano luchador no es el más lastimoso. En
ellos convergen osadía, creatividad y decisión, unido a la
posibilidad física. Como resultado conquistan la opción de vida,
la subsistencia.
El dolor inmenso está en aquellos viejecitos que por razones de salud
o quizás por miedo no se atreven a dar pasos tan atrevidos o desafiantes.
Estos son los candidatos a ser internados en el asilo estatal. El recurso
universal de la limosna les está vedado porque en el paraíso
marxista no se permite la mendicidad. Aún está demasiado fresco el
recuerdo del inolvidable Caballero de París.
Un asilo estatal es bien difícil de describir si no se recurre a las
imágenes. Son como un amasijo retorcido de carne humana. Como un bochorno
del corazón. Allí, de lo poco que llega, después de la
parte que toman para sí el administrador, la enfermera, la recepcionista
y el mozo de la noche, lo que le toca al anciano es bien poco. No olvidemos que
siempre el que reparte se queda con la mayor parte, sobre todo cuando se vive
bajo el azote de la carencia. Siempre la miseria material viene acompañada
de grandes miserias morales.
Finalmente tenemos a los viejos solos y enfermos. Esos que van viviendo su
propia muerte, que sólo llevan al estómago el poquito de leche en
polvo que le ofrece la iglesia llena de pobreza o quizás un vecino de ésos
que, a pesar de todo, saben quitarse algo de lo poco que tienen. A pesar de 43 años
de pesares, el cubano es un ser amoroso.
Quiero invitar al turista extranjero, no a los que vienen a tomarse vasos de
Havana Club por las madrugadas junto a sensuales mulatas, sino a los que sienten
el dolor ajeno, ya sean de izquierda o de derecha, a que hurguen en las miradas
de nuestros viejos solitarios en su ir y venir a paso lento, cansado, de quien
nunca quiere llegar. Porque, lo confieso, yo he mirado y nunca antes había
visto tanta tristeza.
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