Daniel Morcate.
El Nuevo Herald,
mayo 9, 2002.
Ahora que el ex presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, se va para La
Habana, uno no sabe si alegrarse o lamentarlo. Pero ese sentimiento ambiguo no
es nada nuevo cuando de Carter se trata. Los norteamericanos nunca se han puesto
de acuerdo sobre si valió la pena haberle dado la presidencia o no,
aunque sólo fuera por cuatro años. Los politólogos tampoco
han llegado a un consenso sobre si su política de derechos humanos, el
sello distintivo de su gobierno, fortaleció o debilitó a Estados
Unidos en su día (yo opino que ese tipo de política siempre
robustece a un gobierno, pero, como me reprocha una amiga boricua muy pragmática,
yo soy "loco con los derechos humanos''). Carter es una figura ambivalente
donde las hay. Y lo más curioso es que también inspira
ambivalencia en quienes lo tratan, inclusive en quienes lo tratamos desde la
prudente distancia de una columna de opinión.
Hay, sin duda, motivos para mirar con reserva y hasta con cierto grado de
aprensión el inminente periplo habanero de este cosechador de maní
devenido político primero y luego embajador internacional de buena
voluntad. El primero es que Carter pertenece al género de cambiamundos
que andan por la vida montados en un gran ego, pero no siempre sobre la deseable
montura de la sensatez, la imaginación política y la sana
comprensión de sus limitaciones. En esa misma cuadra cabalgan otras
figuras a veces inútilmente heroicas, como Jesse Jackson, Oscar Arias y
Karol Wojtila. No en vano en algún momento de sus ambiciosas carreras los
tres, como ahora Carter, se echaron sobre sus hombros la noble tarea de redimir
a la pobre Cuba. Prueba fehaciente de su rotundo fracaso es ese Castro esclerótico
que hoy por hoy se duerme en sus propios discursos y a quien muy pronto veremos
orinándose en ellos, como Trujillo, o puede que haciendo algo más
drástico, como el inefable chairman Mao.
Otro motivo de reserva es que el insigne manisero de Georgia lleva años
tratando de componer al mundo que no pudo componer cuando gozaba de la enorme
influencia que conlleva la presidencia de Estados Unidos. En efecto, son pocos
los conflictos de nuestro hemisferio que el ex mandatario no se ha ofrecido a
resolver. Y uno, que desde muchacho lleva algo de Freud incrustado en el
subconsciente, no puede menos que maliciar que los males del mundo disparan en
el presidente fracasado un puntual mecanismo de compensación. En otras
palabras, preocupa que todos menos el propio Carter se hayan enterado de que ya
no es presidente de Estados Unidos; de que ya terminó la crisis de los
rehenes en Irán, aunque ahora no nos vaya mucho mejor por esos lares; y
que los nueve comandantes sandinistas ya no son nueve ni comandantes, sino
empresarios, escritores y abuelos que les cuentan a sus nietos historias sobre
una fabulosa piñata.
Tampoco es muy alentador que la invitación de visitar Cuba se la haya
hecho a Carter el propio Castro, quien, en 43 años de reinado absoluto,
nunca ha invitado a nadie a la isla para nada bueno y difícilmente va a
empezar a hacerlo ahora. Ególatra desde la cuna, Castro conoce a los mitómanos
como a las palmas de sus manos. Y sabe que siempre se les puede sacar partido a
cambio de un par de elogios o algún convite especial. Se dice que lleva
un inventario de célebres y no tan célebres Narcisos en el que
mete y tacha nombres a medida que los va necesitando y usando. Cuando tenía
que buscar aliados en la comunidad afroamericana, de esa lista habría
sacado el nombre de Jesse Jackson. Cuando necesitó a la Iglesia Católica,
allí habría encontrado a Wojtila. Y cuando llegó la hora de
convertir a los gusanos del exilio en mariposas, se habría topado en ella
con tantos exiliados ególatras que decidió hacer periódicas
convocatorias y viajes semanales desde Miami.
Además de Freud, uno lleva en el subsconsciente el sabio consejo
utilitario de juzgar las acciones y gestiones no sólo por las normas que
las inspiran, sino también por sus consecuencias. Por eso me sumo con
reservado entusiasmo a quienes nos han exhortado a esperar, antes de pronunciar
cualquier veredicto definitivo, a que Carter visite la isla de una vez. Y además
aplaudo la astucia política de los líderes exiliados que, en vez
de despotricar a priori contra el ex presidente, hicieron lo humanamente posible
por colocar en su agenda los asuntos primordiales que desvelan a todos los
cubanos decentes, como la ausencia de democracia política y de derechos
humanos en la isla durante medio siglo de dictadura.
En una de sus características fanfarronadas, Castro invitó a
Carter a hablar en público de lo que le venga en ganas. Incluso dijo
estar dispuesto a llenarle la Plaza de la Revolución, en una rara confesión
pública de la forma coercitiva en que organiza los famosos actos
multitudinarios con que alimenta su ego. Carter debería tomarle la
palabra y aprovechar sus presentaciones públicas en Cuba para reclamar
democracia y libertad para los cubanos, empezando por aquéllos que
guardan prisión por razones políticas. Y para que su mensaje
resuene con claridad dentro y fuera de la isla, debería cerciorarse, además,
de que el régimen no lo opaque mediante una selección deliberada
de los periodistas que podrán cubrir la visita. Incluso un mitómano
que se pone al servicio de una buena causa puede llegar a ser un héroe.
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