El
Nuevo Herald, marzo 18, 2002
Pobre Cuba. Cada año los productores de los Grammy casi nos convencen
de que allí no pasa nada. Omara Portuondo continúa presentándose
en los teatros de Wilshire. Seguimos componiendo rumbas y bailando al son de
nuestras desgracias.
La diferencia entre la Cuba real y la Cuba ideal aflora a veces como una
erupción virulenta y entonces vemos en las calles esa guerra civil no
declarada que los noticieros se encargan de escamotear. El reporte sigue siendo
el mismo: ''Están acostumbrados''. ''Aquí no pasa nada''. "¡Que
pasen los disidentes!''
Es la diferencia que existe entre un lamento de prisión, a cuyo ritmo
nos contorsionamos, como debajo de un látigo, y ese baile de salón
que los americanos llaman la ''romba''. Versión esterilizada, para
consumo externo.
La realidad es que hemos retrocedido a la edad del palo y la piedra; las
escenas de frente a la embajada de México parecían sacadas de
Odisea 2001. En Miami o en La Habana se vive en medio de rumores de guerra. Ya
no se sabe nunca a ciencia cierta cuándo estamos delante de una provocación
o de un hecho espontáneo. Los esbirros se confunden con la plebe. Feliz
la época de los casquitos: feliz la época en que podía
identificarse aún a la víctima del esbirro. ¿Llegaremos también
a añorar el tiempo en que ''el comandante'' era quien daba las órdenes?
Raúl Castro ya nos ha amenazado con ese futuro. Una nueva mafia se
apresta a heredar el poder en Cuba. Han tenido tiempo para aprender de sus
errores: son dueños de la situación. El panorama recuerda los
peores días de la dictadura --no la de Batista, que fue un dictador próspero,
sino la de Machado. Desde entonces el país no había conocido una época
semejante: terror y vacas flacas; despotismo y depresión. Estamos
viviendo el machadato, como si dijéramos, dos veces.
Bandas armadas contra gente indefensa; grupos de bandoleros al servicio de
un matón; palizas y desapariciones; anarquía mal disimulada;
gansterismo y delincuencia rampantes. Y ¿quién va a salvarlos si ya
no creen en salvadores? Cualquier aspiración política o cívica
ha llegado a ser sospechosa. Desconfiamos, retrospectivamente, hasta de los mártires,
de los apóstoles, de los fundadores. El desánimo, la melancolía
son, lógicamente, síntomas de un mal recurrente. Nuestro pesimismo
ha adoptado la mañas de un eterno retorno de lo mismo. Pero como todo
sucede una vez como tragedia y otra vez como farsa, ahora los matones tampoco
creen en nada. No defienden una causa, no pertenecen a partido, o facción
o credo alguno: sus lealtades, como entre los cromañones, están
del lado del que blande el fémur. Son nómadas, extranjeros en su
propio suelo, traídos a la capital para humillarla, para restregarle el
hocico en el fango.
Y¿qué pasa al otro lado del Estrecho? El tirano es el crack de
los exiliados: lo odian y no pueden vivir sin él. Juran que no volverán
a probarlo y mañana estarán pidiendo más. Hialeah es el
sweatshop particular de Fidel Castro: las viejas costureras trabajan para él,
mantienen a la dictadura con el sudor de sus frentes. Son un renglón
fundamental de sus planes quinquenales. Cualquier iniciativa del exilio está
llamada a fracasar por esa razón: su prosperidad, su tan cacareado
milagro económico, es ganancia neta para la dictadura. Mientras más
gente se marche, más jugosas serán las remesas; habrá más
clientes para el negocio estatal de la venta de visas. A fin de cuentas, Miami
es sólo una prisión abierta, una granja particularmente rentable
en el sistema penitenciario del tirano.
¿Qué pasó? Nos quedamos dormidos mientras nos leían
las gloriosas hazañas de los héroes de La edad de oro. Todavía
hablamos de ''nación'', de aniversarios de la ''República'' como
si de verdad esos fantasmas existieran. Algún día despertaremos y
entonces ya no nos quedará más remedio que enfrentarnos a las
duras realidades de esta edad de piedra que ha llegado para quedarse.
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