CUBANET... INTERNACIONAL

Marzo 18, 2002



Crónica triste de un paseo por La Habana

Jeff Jacoby. The Boston Globe. Publicado en El Nuevo Herald, marzo 17, 2002.

'''¿La Habana? Esta es la verdadera Habana'', me dijo Miguel doblando por la Avenida Simón Bolívar y entrando en una estrecha calle lateral llena de baches. "Aquí puede ver como viven los cubanos, Aquí no vienen los turistas''.

En realidad, pudieran hacerlo. Sólo hace falta ponerse a caminar, como había estado haciendo yo media hora antes cuando me tropecé con Miguel. Era mi primera tarde en La Habana y estaba aprovechando un tiempo libre para explorar la ciudad. No había caminado media cuadra cuando un negro musculoso con un suéter anaranjado se puso a mi lado. "Hello, my friend, where are you from?'', me preguntó.

Esto, como me daría cuenta durante la semana que pasé en La Habana, es absolutamente normal. Cada vez que salía a la calle, se me acercaba un joven, algunas veces con una oferta del mercado negro --"Amigo, ¿quiere tabacos?''-- pero generalmente para conversar.

El inglés de Miguel era bueno. Me aseguró que le gustaría trabajar como guía o intérprete para turistas. No sólo porque ese trabajo sería apropiado para su nivel de preparación --es graduado universitario y habla tres idiomas-- sino porque le daría la oportunidad de ganar dólares. En la Cuba de Castro, vivir sin dólares significa estar en la pobreza. Pero Miguel no tiene las conexiones que le harían falta para entrar en la industria del turismo, así que trabaja como guardia de seguridad en una fábrica de tabacos. Es un trabajo sin importancia que le permite ganar 225 pesos al mes, alrededor de $9, un salario cubano típico.

Miguel se detuvo y abrió una puerta. ''Aquí es donde se compra la comida con pesos'', me dijo. Es un cuarto sórdido, sin ventanas. No hay pasillos ni anaqueles, simplemente un mostrador tras el que hay un par de sacos de arroz, otros dos de frijoles, un poco de aceite y lo que parecen paquetes de algún tipo de jugo. Sobre el mostrador, en una pizarra, está la lista de los productos racionados. Son los que se supone que los cubanos puedan comprar. Los que hay disponibles tienen los precios marcados. No hay leche. No hay jabón de lavar. Ni pasta de dientes. Ni sal. Ni fósforos. Las frutas, los vegetales, el queso o la carne ni siquiera aparecen en la lista.

Todo esto, por supuesto, se puede conseguir en La Habana. Basta con ir a las tiendas estatales para los clientes con dólares o a los hoteles para turistas. La familia de Miguel no ha comido huevos desde hace meses, pero el restaurante de mi hotel ofrece excelentes tortillas de muchos tipos. Miguel nunca las ha visto, por supuesto: los cubanos no pueden pasar más allá del vestíbulo de los hoteles, una severa regla de cuya aplicación se encarga la omnipresente seguridad.

Pero hay cosas que ni siquiera los dólares pueden comprar.

La tienda de regalos del hotel ofrece una selección de materiales de lectura aprobados por el gobierno --libros con títulos como Selecciones de Salvador Allende y La prisión fecunda: Fidel Castro en las cárceles de Batista. Pero, a diferencia de todos los hoteles del mundo que he visitado, no hay periódicos ni revistas en inglés. Le pregunté a un empleado si había algún lugar donde pudiera comprarlos. ''En Cuba, no'', me respondió.

Como todos los gobiernos comunistas, la dictadura de Castro sólo reconoce un punto de vista: el suyo. Es la única opinión que se publica en los periódicos cubanos o que puede escucharse por la radio. Los periódicos y las estaciones de radio, por supuesto, son propiedad del gobierno. Los cubanos ansiosos por conocer otras opiniones tienen que sintonizar Radio Martí o abordar a los extranjeros en la calle.

Hable con funcionarios cubanos y le entonarán uniformes cantos a esa ''igualdad socialista'' en la que todos reciben el mismo trato y no hay grandes disparidades de riqueza. Pero si usted camina por La Habana con los ojos abiertos, la realidad está a la vista. Los altos dirigentes del Partido Comunista viven en bellos barrios como Miramar, con elegantes mansiones y espléndidos jardines. Los cubanos ordinarios viven hacinados en los semiderruidos apartamentos de Centro Habana. Allí las familias viven en una sordidez difícil de encontrar hasta en los barrios marginales de Estados Unidos.

Las vallas de anuncios proclaman ''socialismo'', ''revolución'' y ''dignidad'' pero la verdad es que 43 años después de la revolución socialista, la dignidad de Cuba está en harapos. Cubanas bien educadas, desesperadas por conseguir dólares o por conocer a un príncipe encantado (cualquier extranjero), se vuelven prostitutas. Cubanos igualmente cultivados, pedalean bicicletas para transportar turistas. La Habana podrá estar llena de acaudalados extranjeros pero, para mí, es una ciudad llena de tristeza y frustración.

En mi último día en la ciudad, visité a Lázaro, quien tiene 19 años y que vive con su madre y sus tres hermanos en un apartamento frente al mar. Es un solo cuarto, sucio y con una deseseperada necesidad de pintura. Hay un sofá mugriento, una mesita metálica, y un viejo refrigerador. La familia duerme en unas colchonetas en el piso de una oscura barbacoa. Para que su madre no lo oiga, Lázaro me pregunta si yo podría ayudarlo: "Mi hermanito necesita leche, pero mi madre no tiene dólares''.

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