Adolfo Rivero Caro.
El Nuevo Herald,
marzo 8, 2002.
Algunos amigos me quieren convencer de que el infortunado incidente de la
embajada de México fue una provocación de Fidel Castro para
desprestigiar a Jorge Castañeda. Es una hipótesis interesante,
aunque a mí me parecería más probable que el incidente
hubiera sido profetizado por Nostradamus. Después de todo, ¿por qué
tiene que ser una provocación que algunos cubanos traten de escapar de
Cuba entrando por la fuerza en una embajada? En las dictaduras comunistas, los
incidentes en embajadas han sido relativamente frecuentes. El 29 de julio de
1989, por ejemplo, un centenar de turistas de la Alemania del este tomaba por
asalto la embajada de la RFA en Budapest. Alguien hubiera podido suponer que allí
había infiltrados de la Stasi. A lo mejor los había. No tiene
mayor importancia. Cualquier intento de asilo en una embajada en La Habana
representa una profunda verdad: la desesperación del pueblo cubano. Era
verdad en 1980 cuando los sucesos de la embajada del Perú, y lo sigue
siendo hoy, más de 20 años después. Por consiguiente, como
cuestión de principio, el tratamiento de cualquier incidente de ese tipo
debe partir de un espíritu de solidaridad y no de suspicacia.
Sin duda Fidel Castro tiene muchas capacidades, pero no es telépata.
No creo que pueda haber previsto la lamentable reacción del ministro de
Relaciones Exteriores de México. De ser cierto que organizó una
provocación, no fue una genialidad, sino un disparate. Castañeda
pudo haber aprovechado fácilmente el incidente a favor de la causa de la
libertad, y del prestigio de México. Sólo hubiera tenido que decir
que comprendía la desesperación de los cubanos por emigrar, pero
que tenía que condenar un método inaceptable. Nadie tiene derecho
a entrar en otro país por la fuerza. La generosidad es una virtud, no una
obligación. Hubiera podido condenar el incidente y ser solidario con la
realidad que refleja. Eso fue lo que hizo el Departamento de Estado. ¿Por
qué no pudo hacerlo el ministro mexicano? Eso es lo que desconcierta a
sus amigos y lo que constituye el centro de la cuestión.
Como saben mis lectores, nunca he sido un simpatizante del personaje. No me
sorprende que Castañeda no haya sabido aprovechar esta brillante
oportunidad. ¿Cómo podría haberlo hecho si nunca se ha
desembarazado de su viejo antiamericanismo? En el colapso de la URSS y el campo
socialista no vio una victoria, sino una derrota, que demandaba un cambio de
estrategia. Ahora, en el intento de asilo de unos cubanos, no ve un rechazo a la
dictadura comunista, sino un complot reaccionario. Considera parte de ese
complot a Radio Martí sin tomar en cuenta que es una emisora oficial del
gobierno americano (que sólo reprodujo sus propias declaraciones en su
propia voz), o quizás tomándolo en cuenta, que es peor todavía.
La desagradable estridencia de cierto anticastrismo miamense le parece
equivalente a la intolerancia totalitaria. Es un hermano espiritual de los
''liberales'' americanos que no perciben diferencias entre las histerias
verbales del senador McCarthy (que esencialmente tenía razón) y
los millones de asesinatos cometidos por Stalin. Es de lo que abominan a
Pinochet, pero creen que a Beria le interesaba la justicia social. En esas
condiciones, ¿qué puede convertir a Jorge Castañeda en un
archienemigo de Fidel Castro sino los caprichos seniles del dictador cubano? ¿No
podría Fox encontrar en México a un ministro de Relaciones
Exteriores más ideológicamente identificado con la guerra mundial
contra el terrorismo? Por supuesto que sí. Estamos hablando de México,
no de Corea del Norte. Pero entonces, ¿qué podría ganar
Castro con su desprestigio y sustitución?
Y, por favor, que no me hablen de reuniones con los disidentes. Algunos
gestos no definen una política. Una política significa continuidad
y coherencia. Y la continuidad y la coherencia la da el funcionario encargado de
aplicarla todos los días. Ahora bien, el funcionario encargado de aplicar
la política de México en La Habana es Ricardo Pascoe, un
estridente admirador de Fidel Castro. Sus primeras declaraciones fueron que las
puertas de la embajada de México estaban cerradas para los disidentes
cubanos. Inclusive después del 11 de septiembre, y de la nueva época
que significaba la guerra mundial contra el terrorismo, México ha
mantenido como su representante en La Habana a un fervoroso simpatizante de uno
de los patriarcas del terrorismo mundial. Y que no me hablen de la independencia
de México. Sobran las ocasiones para afirmar esa independencia y para
discrepar, con razón, de la política estadounidense: de su falta
de interés en América Latina y de su estrecho proteccionismo,
pongamos por ejemplo.
Afines de este mes, el presidente americano se va a reunir con Fox en la
reunión de Naciones Unidas en Monterrey. Bush, por supuesto, elogiará
al presidente mexicano y le restará importancia a este último
incidente. Pero ¿qué se conversará a puertas cerradas en los
más altos niveles del gobierno americano? Después de todo, no
puede haber habido un contraste público más tajante entre las
declaraciones de Castañeda y las del Departamento de Estado. ¿Es así
como México aspira a forjar una sólida alianza con Estados Unidos?
¿Es así como piensa convertirse en una decisiva fuerza regional? Lo
lamento, pero no lo creo posible. Al menos no con esas ideas, y con esos
hombres. En fin, yo, por mi parte, pienso dejar de consumir guacamole. Tequila
no. El tequila no es de México, sino del mundo.
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