Roberto Ampuero.
El Nuevo Herald, marzo 5, 2002.
Parece que la premura que reina en los viajes a La Habana nos hiciese perder
de pronto la noción de nuestra identidad y la del anfitrión. No
quiero parecer nacionalista, pero algunos políticos --que esperan durante
horas y con insomnio a que el ''comandante en jefe'' aparezca en algún
momento de la noche o la madrugada a estrecharles la mano y puedan sacarse una
foto con él-- deberían mostrar con mayor desplante que son
personas electas por voto libre, que representan una transición a la
democracia con bemoles pero ejemplar, una economía sólida y con
perspectivas alentadoras, y un estado de derecho perfectible. Y deberían
recordar que quien los recibe en esas magníficas casas de protocolo
confiscadas a sus dueños en el 59 es quien oprime desde hace 43 años
a una población a la que no le está permitido expresar la más
leve disensión, menos organizar un partido, un diario o una manifestación
independiente. Una población que desde 1952 no tiene opción de
escoger alternativa, que sobrevive en una economía quebrada y que a
menudo sucumbe en el Caribe intentando escapar del socialismo, que ha logrado
crear un exilio de más de dos millones de personas.
A estas alturas del partido es difícil creerle a la Concertación
que está ante la disyuntiva moral de si existe o no en Cuba un régimen
de derecho, de si corresponde o no condenarla en Naciones Unidas. Si alguien
abriga alguna duda, le aconsejo que intente crear un partido socialista,
radical, demócrata-cristiano o un PPD en la isla. Acabará en la cárcel
antes de convocar la reunión fundacional. Y si las dudas persisten, que
busque en la prensa cubana un solo artículo crítico a Castro desde
1959 a la fecha, o que diga si realmente cree en los resultados de unas
elecciones en las cuales, tras cuatro décadas en el poder, el gobierno
cubano aparece cosechando el respaldo del 98 por ciento de la población.
No, los integrantes de la Concertación, muchos de los cuales conocieron
en carne propia la represión y el exilio bajo la dictadura militar, y que
lucharon en forma abnegada por la recuperación de la democracia y el fin
del exilio, que pensaban que 17 años era demasiado, no pueden sostener
hoy que en Cuba impera el estado de derecho y que es justo que los cubanos sean
privados del derecho a optar entre alternativas.
Tampoco es convincente que Chile se abstenga frente al régimen
castrista porque supuestamente la condena constituye un rito sin efectos
concretos. Según esta lógica, en Chile podríamos prescindir
de muchas condenas aduciendo que los condenados a menudo no escarmientan o se
fugan. Menos convincente aún es amenazar con abstenerse si otro país
no presenta una alternativa ''constructiva''. En el fondo esto implica liberar
de la condena al violador de derechos para aplicarla sobre quien no redacta
adecuadamente el texto de condena. Absurdo.
Lo que corresponde es analizar desapasionadamente si Cuba respeta o no los
derechos humanos, y por eso la Concertación debería escuchar no sólo
al régimen isleño, sino también a los sectores disidentes
de la isla y el exilio. Esto no es utópico: durante el régimen de
Pinochet varias cancillerías europeas y latinoamericanas abrían
sus puertas a opositores chilenos. Es probable que tras escuchar al régimen
cubano y a los opositores, La Moneda alcance un conocimiento más preciso
de la situación y pueda emitir su voto con mayor autoridad. Pero es
evidente que no logrará un cuadro objetivo de los hechos si se limita sólo
a escuchar las maratónicas versiones del "comandante en jefe''.
Escritor chileno. Autor de 'Nuestros años verde olivo'.
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