Belkis Cuza Malé.
El Nuevo Herald, marzo 1, 2002.
Los libros prohibidos no han faltado nunca en Cuba. Y en silencio han ido
quedando, los pobrecitos, como el arpa de aquel poema de Gustavo Adolfo Bécquer
que descansaba olvidado ''del salón en el ángulo obscuro''. Hace
unos días, mi amiga Tania Díaz Castro hablaba de su libro cortado
y mancillado por la censura de entonces. Un libro que escandalizó a los
poetas oficiales de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Se trataba
de Todos me van a tener que oír, que grita con rabia y belleza el amor y
el odio de su autora.
Por la misma época, comenzaron los censores a atacar Paradiso, de José
Lezama Lima, especialmente aquel sonado Capítulo Ocho. Y entonces, por
supuesto, todo el mundo buscó el dichoso texto. La prosa relamida de
Lezama se le hizo clara de pronto a gente con lupa de censor. Ya ni me acuerdo
del personaje, porque ha pasado a la historia sin penas ni gloria. Total, que
los años le han demostrado a Fidel Castro la ''necesidad'' de sumar
homosexuales a su carretón, pues fue inútil acabar con Virgilio Piñera,
René Ariza, Reinaldo Arenas y tantos otros.
En esto de libros prohibidos no escapó ni el propio Nicolás
Guillén, quien ocultó siempre sus poemas de amor --inspirados en
su secretaria--, no tanto por miedo a Rosa, su mujer, sino a la mano implacable
del censor moral.
El pobre Nicolás tuvo que ocultar sus pasiones de anciano porque
hubiese sido llevado a la horca en el partido. Pero todo el mundo se sabía
de memoria aquellos poemas, comparados a ratos a los Versos del capitán,
de Neruda, también ''impublicables'' en su momento, al extremo de que
durante décadas conservaron el anonimato.
Libro prohibido fue el de Delfín Prats, Lenguaje de mudos, al que
Miguel Barnet y yo otorgamos el premio de poesía David, que convocaba
entonces la UNEAC entre los poetas noveles. Pero los ojos con catarata política
de Angel Augier escudriñaron los versos, para demostrar indignado que allí
había amores de mancebos, y dado que Prats estaba entonces de vuelta de
sus estudios en la Unión Soviética, aquello le parecía
imperdonable. Lenguaje de mudos se quedó sin ver la luz, sin importar la
belleza de su texto --de ningún modo ofensivo, ni grosero.
Ahora se dice que el malvado Leopoldo Avila, que escribió los
virulentos ataques contra Heberto Padilla y su libro Fuera del juego, no era
otro que José Antonio Portuondo, un crítico marxista y profesor
universitario, antiguo embajador cubano en México, hombre de modales
delicados, al que no solía faltarle refinamiento y dones de burgués.
Fui su alumna en la Universidad de Oriente y luego en la de La Habana, pero no
podría imaginarlo en papeles de censor. Lo recuerdo más bien por
sus clases amenas, como aquella antológica sobre la ''historia del
mango''. Al menos, era divertido como profesor aunque no como marido, pienso,
pues su visión del realismo socialista parecía aplicarla en casa,
ya que su pobre esposa me confesó una vez que estaba leyendo, uno a uno,
por recomendación suya, los mil y un tomos de El Don apacible, de Mijail
Sholojov. Así que aún me quedo anonadada pensando en él
como el terrible censor de Fuera del juego. Siempre había supuesto que se
trataba más bien de Luis Pavón, el director de la revista Verde
Olivo, o de ese extraño personaje que todos conocen como Lisandro Otero,
pero que algunos aseguran es un seudónimo de Alicia Alonso.
Luego, un día, mi pobre amigo José Cid escribió una
novela, La casa, que tras muchos esfuerzos consiguió que le publicasen. Y
vaya usted a saber por qué, alguien empezó a ver cosas extrañas,
segundas intenciones, fantasmas, quizás alusiones políticas, y la
novela se quedó en la imprenta. Tuvo, sin embargo, la suerte de conseguir
una copia furtiva, con la que demostraba que era un autor publicado, a quien le
habían robado todos los lectores, como en una pesadilla. Meses después
moría en condiciones extrañas. Su última carta me la
escribió desde el hospital, apenas llegada yo a Estados Unidos. Y gracias
a Elena, su viuda, la conservo como el tesoro que es.
¿Cómo no voy a saber lo que es un libro prohibido, censurado,
hecho polvo, si mi Juego de damas corrió el mismo destino que la novela
de Cid?
En 1971, tras el escándalo del ''caso Padilla'', mi libro de poemas
fue hecho pulpa, sin que tuviera la suerte de mi amigo Cid. Pero, gracias a él
sin embargo, logramos rescatar una hojita del libro, que aún sobrevive
como el mejor ejemplo de lo que puede un censor cuando se empeña en
cortarle las alas a un libro. Rolando Rodríguez, entonces director del
Instituto del Libro, me llamó para informarme que esos ''Faustos'' que
andaban vendiendo su alma y recorrían la ciudad en sus VW se parecían
demasiado a los personajes de la Seguridad del Estado. Han pasado muchos años
y Juego de damas no ha visto la luz como libro, aunque sus poemas se han
publicado en diversas antologías.
Ahora, el crítico y ensayista Carlos Espinosa, por amor a la
literatura, va a publicar muy pronto Juego de damas. Han pasado 31 años
desde que el censor de la revolución molió mis poemas, y sabrá
Dios cuántos otros no han caído bajo la guillotina del tirano, no
importa que ahora --como hemos visto-- se pasee del brazo de los intelectuales
que antes repudió y persiguió.
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