CUBANET .INDEPENDIENTE

21 de junio, 2002


Memorias de la plaza (XLIV)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - El día más pavoroso del exilio que me impusieron dentro de mi propia isla no había llegado todavía.

Cuando el balsero bebe el último sorbo de agua que le queda, llega la noche y comienza a llover, piensa que su situación no puede empeorar; entonces los tiburones comienzan a rondarlo.

Así me sentí en el último diciembre.

Gabriel y yo habíamos desembalado el árbol de Navidad que ya pensábamos no volveríamos a instalar en Cuba. Se habían roto algunas bombas, los oropeles mostraban manchas de desvanecimiento del color, el algodón que simula la nieve se veía percudido, cetrino ya, y la guirnalda de luces, por algún misterio de la conexión, no encendía.

Apelé a mi paciencia, mi terquedad, mi imaginación. No había dinero para reponer ninguno de los elementos del árbol navideño. Con un viejo pincel, una acuarela endurecida que Gabriel había abandonado en un rincón y el barniz que Yolanda usaba para sus uñas, retoqué las bombas estropeadas. Luego, con las torpes habilidades de un sastrecillo bisoño, corté y zurcí las secciones más brillantes de los oropeles. Revisé, una a una, las diminutas bombillas de la guirnalda, hurgué cada segmento del cable, corté, empalmé, sustituí hasta que logré verla resplandecer.

El árbol no era nuevo ni primoroso pero Gabriel se sintió feliz: le habíamos ganado otra bronca a la pobreza. Trajo a Bartolo, el peluche y le mostró el árbol. Allí lo dejó para que el muñeco también recibiera regalos de Pascuas.

Entonces los truenos, la tormenta.

No pudo ser más negro el apagón. El enfurecido mar en que nos habían abandonado nuestros torturadores mostró toda su violencia. Cuando repusieron el fluido eléctrico y la chillería del barrio anunció el regreso de la luz, nuestro antiguo refrigerador se estremeció en un esfuerzo supremo. Lo sentimos pujar, resoplar, intentar otra vez la marcha. En un último sacudimiento, con un tintinear como de campanas muertas provocado por el entrechocar de los enseres en su interior, proclamó que fallecía.

Yolanda, en un ademán desesperado, se llevó ambas manos a la cabeza. No crea nadie que exagero. Es una de las tragedias más graves que padece la población cubana. Un refrigerador cuesta entre 800 y 1,400 dólares, y el salario más alto del país apenas si rebasa los 20. Involuntariamente los ojos se le inundaron, y un sollozo, parecido al último estertor de la vieja máquina, le brotó como escapado de una caverna insondable. Se recostó a la pared de la cocina. Transida, pálida, perpleja, semejaba a una viuda joven que acabara de perder a su esposo en la guerra. Había enmudecido. Sólo los hilillos brillantes, salados que bajaban por su rostro denunciaban su consternación.

Sentí cómo mi sangre se cuajaba en una furia incontenible. Una ceguera rabiosa me desdibujó los contornos de la casa. Se fueron difuminando los muebles, las paredes. Me vi, de repente, como en un desierto acosado por alimañas ponzoñosas. Una crispación desconocida me apretó los puños hasta convertirlos en mazas demoledoras, incontrolables. El pecho se me endureció. Resoplaba como una bestia salvaje. Un chisporrotear de mudos fuegos de artificios fue mi pensamiento. Al borde de salir a la calle y desgañitarme en improperios contra el tirano, Gabriel, con la voz más arrobadora, más angelical, más anunciadora del milagro, abrazándose al vientre convulso de la madre, dijo: "Mamita, eso mi papá lo arregla".

Y fue como un ovillo rodando, desenredándose hacia el pasado, mostrándome el camino hacia la salida del laberinto. Allí estaba yo, pequeñito, un día de mi cumpleaños; allí estaba mi abuela, aparición seráfica, con el rostro más dulce que recuerde.

"Nene, esta medalla te salvará de todo". Colgó de mi cuello la cadena que yo usaría la mayor parte de mi vida, y de la que únicamente los asaltos desatados en La Habana, en medio de la crisis económica más atroz que recuerde, me impulsaron a guardar celosamente. Era una cadena de oro de dieciocho quilates con eslabones finamente engarzados y martillados y una medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre que me acompañó hasta muchos años después de la muerte de mi abuela.

Aquella medalla había brillado en el agua del río donde aprendí a nadar, se había resudado en mis prácticas de balompié, se había enterado de todas las cabezas de muchachas que reposaron sobre mi pecho, guardaba todos los secretos que contó mi corazón.

Los recuerdos entrañables me fueron relajando. La voz de Gabriel se trocó música, medicina. La casa recobró su dimensión, su magia, su calidez. Volvió el mundo a su lugar. Yolanda sonreía amargamente mientras le revolvía el pelo al niño. Mi furia se disolvió en una apacible laxitud que me hizo sonreír. Caminé hasta ellos y los apreté a los dos contra mí. No creo que en ese momento me viniera a la mente el cuadro de Miguel Angel sobre la Sagrada Familia, pero hoy que lo cuento, no se aparta de mi cerebro la fortaleza espiritual que emana de la pintura del genio del Renacimiento.

Al otro día vendí la cadena y mandé reparar el antiguo refrigerador. Y el recuerdo de mi abuela se hizo más patente. Cada vez que abro el aparato y el hielo de su congelador, blanco y puro, que conserva los escasos alimentos de mi hijo, me envuelve el rostro, es como si mi abuela me enviara un beso desde la frialdad de la muerte y me repitiera:

"Nene, esta medalla te salvará de todo".

Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número cero", publicado por CubaNet.

Lea fragmentos de la novela.


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