Memorias de
la plaza (XLIV)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - El día más pavoroso del
exilio que me impusieron dentro de mi propia isla no había llegado todavía.
Cuando el balsero bebe el último sorbo de agua que le queda, llega la
noche y comienza a llover, piensa que su situación no puede empeorar;
entonces los tiburones comienzan a rondarlo.
Así me sentí en el último diciembre.
Gabriel y yo habíamos desembalado el árbol de Navidad que ya
pensábamos no volveríamos a instalar en Cuba. Se habían
roto algunas bombas, los oropeles mostraban manchas de desvanecimiento del
color, el algodón que simula la nieve se veía percudido, cetrino
ya, y la guirnalda de luces, por algún misterio de la conexión, no
encendía.
Apelé a mi paciencia, mi terquedad, mi imaginación. No había
dinero para reponer ninguno de los elementos del árbol navideño.
Con un viejo pincel, una acuarela endurecida que Gabriel había abandonado
en un rincón y el barniz que Yolanda usaba para sus uñas, retoqué
las bombas estropeadas. Luego, con las torpes habilidades de un sastrecillo bisoño,
corté y zurcí las secciones más brillantes de los oropeles.
Revisé, una a una, las diminutas bombillas de la guirnalda, hurgué
cada segmento del cable, corté, empalmé, sustituí hasta que
logré verla resplandecer.
El árbol no era nuevo ni primoroso pero Gabriel se sintió
feliz: le habíamos ganado otra bronca a la pobreza. Trajo a Bartolo, el
peluche y le mostró el árbol. Allí lo dejó para que
el muñeco también recibiera regalos de Pascuas.
Entonces los truenos, la tormenta.
No pudo ser más negro el apagón. El enfurecido mar en que nos
habían abandonado nuestros torturadores mostró toda su violencia.
Cuando repusieron el fluido eléctrico y la chillería del barrio
anunció el regreso de la luz, nuestro antiguo refrigerador se estremeció
en un esfuerzo supremo. Lo sentimos pujar, resoplar, intentar otra vez la
marcha. En un último sacudimiento, con un tintinear como de campanas
muertas provocado por el entrechocar de los enseres en su interior, proclamó
que fallecía.
Yolanda, en un ademán desesperado, se llevó ambas manos a la
cabeza. No crea nadie que exagero. Es una de las tragedias más graves que
padece la población cubana. Un refrigerador cuesta entre 800 y 1,400 dólares,
y el salario más alto del país apenas si rebasa los 20.
Involuntariamente los ojos se le inundaron, y un sollozo, parecido al último
estertor de la vieja máquina, le brotó como escapado de una
caverna insondable. Se recostó a la pared de la cocina. Transida, pálida,
perpleja, semejaba a una viuda joven que acabara de perder a su esposo en la
guerra. Había enmudecido. Sólo los hilillos brillantes, salados
que bajaban por su rostro denunciaban su consternación.
Sentí cómo mi sangre se cuajaba en una furia incontenible. Una
ceguera rabiosa me desdibujó los contornos de la casa. Se fueron
difuminando los muebles, las paredes. Me vi, de repente, como en un desierto
acosado por alimañas ponzoñosas. Una crispación desconocida
me apretó los puños hasta convertirlos en mazas demoledoras,
incontrolables. El pecho se me endureció. Resoplaba como una bestia
salvaje. Un chisporrotear de mudos fuegos de artificios fue mi pensamiento. Al
borde de salir a la calle y desgañitarme en improperios contra el tirano,
Gabriel, con la voz más arrobadora, más angelical, más
anunciadora del milagro, abrazándose al vientre convulso de la madre,
dijo: "Mamita, eso mi papá lo arregla".
Y fue como un ovillo rodando, desenredándose hacia el pasado, mostrándome
el camino hacia la salida del laberinto. Allí estaba yo, pequeñito,
un día de mi cumpleaños; allí estaba mi abuela, aparición
seráfica, con el rostro más dulce que recuerde.
"Nene, esta medalla te salvará de todo". Colgó de mi
cuello la cadena que yo usaría la mayor parte de mi vida, y de la que únicamente
los asaltos desatados en La Habana, en medio de la crisis económica más
atroz que recuerde, me impulsaron a guardar celosamente. Era una cadena de oro
de dieciocho quilates con eslabones finamente engarzados y martillados y una
medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre que me acompañó hasta
muchos años después de la muerte de mi abuela.
Aquella medalla había brillado en el agua del río donde aprendí
a nadar, se había resudado en mis prácticas de balompié, se
había enterado de todas las cabezas de muchachas que reposaron sobre mi
pecho, guardaba todos los secretos que contó mi corazón.
Los recuerdos entrañables me fueron relajando. La voz de Gabriel se
trocó música, medicina. La casa recobró su dimensión,
su magia, su calidez. Volvió el mundo a su lugar. Yolanda sonreía
amargamente mientras le revolvía el pelo al niño. Mi furia se
disolvió en una apacible laxitud que me hizo sonreír. Caminé
hasta ellos y los apreté a los dos contra mí. No creo que en ese
momento me viniera a la mente el cuadro de Miguel Angel sobre la Sagrada
Familia, pero hoy que lo cuento, no se aparta de mi cerebro la fortaleza
espiritual que emana de la pintura del genio del Renacimiento.
Al otro día vendí la cadena y mandé reparar el antiguo
refrigerador. Y el recuerdo de mi abuela se hizo más patente. Cada vez
que abro el aparato y el hielo de su congelador, blanco y puro, que conserva los
escasos alimentos de mi hijo, me envuelve el rostro, es como si mi abuela me
enviara un beso desde la frialdad de la muerte y me repitiera:
"Nene, esta medalla te salvará de todo".
Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número
cero", publicado por CubaNet.
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