CUBANET .INDEPENDIENTE

18 de junio, 2002


Memorias de la Plaza (XLIII)

LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - La poetisa María Elena Cruz Varela sufría prisión cuando fundé esta casa frente al mar. El escritor Manuel Granado se escondía en una lúgubre covacha perdida tras el cementerio de La Lisa. Bernardo Marqués gestionaba los trámites para marcharse de una Habana que adoraba, le habitaba la sangre. El "solar" de Oquendo entre Neptuno y San Miguel donde vivía Raúl Rivero se descuajaba en escombros. El presidente de la Asociación de Escritores de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba publicaba en el periódico Juventud Rebelde un artículo demoledor, con datos entregados por la policía política, sobre el poeta Manuel Díaz Martínez. José Lorenzo Fuente, quien hacía muy poco había sido sacado del anonimato en que lo sumiera su anterior vinculación con ciertos "personajes revoltosos", se hallaba de nuevo en la incertidumbre y el miedo a la persecución.

Habían firmado la llamada Carta de los Intelectuales. Fueron días reveladores. Los periódicos, los funcionarios, los corrillos artísticos no hacían más que comentar, con encono o con simpatías o con bufonadas, los sucesos en los que un grupo de escritores estaban envueltos. Los calificaron de las mil y una manera. De la diatriba roñosa a la broma vulgar oscilaban los retratos. "Nuevos redentores", "Los diez del Bocoy", "La conspiración de la vagina", son algunos de los que recuerdo. Y para rematar a los osados, convocaron a todos los miembros de la Unión Nacional de Escritores y Artistas a que firmaran, por medio del periódico Granma, "una enérgica condena" contra los implicados.

Yolanda y yo gastábamos nuestras horas de romance mirando el mar y alimentándonos de amor. Apenas contábamos con una cama, dos sillas y mis libros. Ella estaba decidida a seguirme hasta el mismísimo infierno y yo estaba decidido a conducirla a la gloria. No quería verme involucrado en política. Desde antes sabía la consecuencia y el lugar que le correspondía a la poesía. Ya me habían calificado -creo que otra vez el errático Omar González- de "tojosista" por el apego a los símbolos del campo cubano. La lírica que me acomodaba, por mi origen y por mis inclinaciones poéticas, era esa cautivadora relación telúrica que se establece entre el hombre y la naturaleza, además de que me salvaba del excesivo compromiso político que había permeado al coloquialismo anterior. Y hasta creo que esa misma tendencia a desentenderme de los embrollos entre arte y política fue lo que me inclinó a dedicar la mayor parte de mis esfuerzos creativos a la literatura para niños, en la cual podía fabular con más holgura y se hacía menos sospechosa la falta de la permanente definición ideológica que se le exigía al resto de la literatura cubana de entonces.

Sin embargo, me subieron a la maroma y me obligaron a caminar por ella. A María Elena, aunque compartía sus ideas, y ella lo sabía, y por eso me convocó, le negué mi firma en su documento; a Waldo Leiva, a quien me unía una amistad despojada de todos los ruines intereses, también le negué mi rúbrica en aquella convocatoria de la Unión de Escritores que me parecía violadora de todos los derechos que tiene un artista, un hombre común cualquiera, a escoger y expresar libremente su tendencia política. No sé si ambas posiciones me juzgaron después. Simplemente ejercí mi derecho a la libertad y asumí las consecuencias. No firmé la Carta de María Elena para luego retractarme, ni firmé la declaración de la Unión de Escritores para luego escabullirme en el primer viaje al extranjero. Quise ser honrado.

Cuando con las ganancias de mi negocio de libros viejos en la Plaza de Armas pude vencer la aridez de la casa más desmueblada del mundo, ante los ojos atónitos de Yolanda, a quien le había prometido una vida apacible de lecturas y largas horas de reflexión y sosiego, hastiado ya de la miseria en que el país se desvanecía, desempolvé mi vieja máquina de escribir, ella creyó que renacía en mí la fuerza de la creación iluminadora. Me miró arrobada, y levantando a Gabriel con la delicadeza con que se traslada una flor o un búcaro valioso y frágil, le dijo al niño: "Vámonos a jugar, Papá escribirá de nuevo". Estuve tentado de renunciar antes de hilvanar la primera oración. Mi familia era el centro de mi vida. Pero escribí, escribí, escribí. Ya nada me haría renunciar otra vez.

No eran novelas ni poemas ni fábulas para niños. Eran jirones de mí mismo, de la gente que me rodeaba, de una nación que se hundía, lo que brotaba afiebradamente de mi vieja máquina. Sentí cómo los pensamientos se agolpaban, cómo las manos se me entumecían, cómo el corazón me palpitaba. Se me antojaba una resurrección. Estaba vivo otra vez. Ya no renunciaría nunca más. Sería buhonero y periodista a la vez.

Lo fui, y me alegro. La Plaza de Armas es, valga la mala metáfora de mi antiguo y juvenil tojosismo, una siempreviva en mi memoria; el periodismo independiente, el fresco, rumoroso manantial que me mantiene vivo y por el cual mis opresores me niegan el permiso que me alejaría para siempre de ellos, pero no de mi patria íntima y propia, donde no han podido nunca gobernar.

Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número cero", publicado por CubaNet.

Lea fragmentos de la novela.


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