CUBANET .INDEPENDIENTE

5 de junio, 2002


Memorias de la Plaza (XXXV)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - Mi esposa era bibliotecaria. Cuando la conocí yo amaba los libros. Quizás pude conquistarla porque había leído algunos de mis torpes poemas juveniles. Su sensibilidad literaria se le notaba a la primera conversación. Tenía una imagen idílica de los poetas. Conmigo aprendió que sólo sabemos padecer más.

Se había graduado en la Escuela Nacional de Bibliotecas de Cuba a finales de la década del setenta. Luego estudió licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Oriente y trabajó por más de veinte años en un oficio que le proporcionaba más goce espiritual que bonanza material. Su empleo le agradaba sobremanera, y sus colegas y jefes la tenían en muy alta estima. Ella era feliz entre los libros.

En casa gustábamos leer juntos. Se embelesaba escuchando los versos ajenos que yo decía con el mismo amor con que recitaba los míos. Me enorgullecía el cúmulo de textos que ella conocía y sobre los cuales podía opinar con natural desembarazo. Su relación con la literatura era armónica. No había en ella ni pizca de afectación o impostura. Poetas, narradores, ensayistas, historiadores, filósofos desfilaban por nuestros rincones de acomodo en el hogar como si fueran otros familiares de la casa.

A nuestro hijo Gabriel lo enseñamos a dormirse mientras uno de nosotros le leía cuentos y poemas infantiles. En la Plaza de Armas, cuando él me acompañaba a mi negocio de libros viejos, los otros libreros se enternecían al verlo, tan pequeñín, hablando del Vellocino de Oro y los argonautas de Jason, o del Rey Arturo y el Bosque de Broselandia. Había nacido entre libros y queríamos que viviera entre ellos.

El día que le dijeron, en la oficina de Inmigración y Extranjería, que debía llevar la baja de su centro de trabajo para hacer efectiva nuestra solicitud de salida del país, vi cómo una sombra de tristeza le empañó la mirada. Dejar la biblioteca era para ella como perder un gran y viejo amor. Entre aquellos estantes y libros se quedarían parte de sus ensoñaciones y faenas. Sólo por seguirme era capaz de renunciar.

Los sosos, iguales, vacíos días de ama de casa comenzaron a enojarla. Se sentía irrealizada. Era consciente de que el trabajo en la biblioteca no le propiciaba ventajas económicas como para sortear las carestías de un mercado aberrado por las ruinas de un país sumido en una profundísima crisis, pero la ayudaba a sentirse plena, útil, viva. A medida que pasaron los meses su enojo se hizo más latente. Se irritaba con facilidad. Había en su carácter algo como de pólvora depositada allí por la impotencia frente a tal arbitrariedad. Yo sabía que marchábamos por un camino resbaladizo. En cualquier momento podían acusarme de empecinado, testarudo, de idealista. Tenía que estar alerta para que cualquiera de sus exabruptos no fuera a provocar los míos, y la pareja se despeñara por un conflicto insalvable. Hubiera sido darle gusto a la policía política. Ellos tenían que haberlo calculado. Era parte de sus instrumentos de tortura sicológica. Desajustar a la familia es desajustar, fragilizar al perseguido.

La carga de encierro, de aislamiento que soportaba desde antes se hizo más pesada con la pérdida del empleo. Los amigos que frecuentábamos, abierta o disimuladamente nos habían pedido que nos alejáramos para no verse involucrados en una situación que podía resultarles perjudicial. Yo era un marcado con la cruz de ceniza que el gobierno traza sobre la frente de sus disidentes. Ellos estaban obligados a mantener una imagen que no los compulsara a quitarse el antifaz. Desde antes estábamos muy solos. Pero esa soledad ella la sobrellevaba con su dedicación a la biblioteca. Bernardo Marqués me dijo en una ocasión, antes de irse de Cuba, que después de haber firmado la Carta de los Intelectuales, se había convertido entre sus amigos en el Hombre Invisible. Yo pude comprobarlo a los pocos días de ingresar al periodismo independiente cubano.

La belleza, el decorado, el confort de la casa tampoco era para ella un estímulo frente a la molicie que imponía la incertidumbre de la partida. No volvió a preocuparse por comprar nuevos adornos, cambiar cortinas, bruñir los muebles. Limpiaba a puro aseada que es. Todo aquello formaba parte de un pasado imaginario que no acababa de transcurrir y se tornaba un presente cada vez más agobiador. La casa fue perdiendo el encanto con que la habíamos fundado. Fue transfigurándose en celda donde las fuerzas represivas cubanas querían asfixiarnos. Nada nos ataba a ella. Nos habíamos mudado sentimentalmente cuando todavía la habitábamos físicamente. Aquél ya no era nuestro hogar. Eso también tenían que haberlo previsto nuestros carceleros, convertir nuestro único refugio en un infierno. Alguien que ha decidido marcharse sueña más la casa del futuro que aquella en que permanece.

Había que fortalecerse para que la casa / celda / infierno no nos aplastara. Sólo el amor nos salvaría. Juntarnos en un abrazo tierno, indisoluble era nuestro único escudo.

Nos abrazamos.

Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número cero", publicado por CubaNet.

Lea fragmentos de la novela.


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