Memorias de
la Plaza (XXXV)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - Mi esposa era bibliotecaria. Cuando la
conocí yo amaba los libros. Quizás pude conquistarla porque había
leído algunos de mis torpes poemas juveniles. Su sensibilidad literaria
se le notaba a la primera conversación. Tenía una imagen idílica
de los poetas. Conmigo aprendió que sólo sabemos padecer más.
Se había graduado en la Escuela Nacional de Bibliotecas de Cuba a
finales de la década del setenta. Luego estudió licenciatura en
Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Oriente y trabajó
por más de veinte años en un oficio que le proporcionaba más
goce espiritual que bonanza material. Su empleo le agradaba sobremanera, y sus
colegas y jefes la tenían en muy alta estima. Ella era feliz entre los
libros.
En casa gustábamos leer juntos. Se embelesaba escuchando los versos
ajenos que yo decía con el mismo amor con que recitaba los míos.
Me enorgullecía el cúmulo de textos que ella conocía y
sobre los cuales podía opinar con natural desembarazo. Su relación
con la literatura era armónica. No había en ella ni pizca de
afectación o impostura. Poetas, narradores, ensayistas, historiadores,
filósofos desfilaban por nuestros rincones de acomodo en el hogar como si
fueran otros familiares de la casa.
A nuestro hijo Gabriel lo enseñamos a dormirse mientras uno de
nosotros le leía cuentos y poemas infantiles. En la Plaza de Armas,
cuando él me acompañaba a mi negocio de libros viejos, los otros
libreros se enternecían al verlo, tan pequeñín, hablando
del Vellocino de Oro y los argonautas de Jason, o del Rey Arturo y el Bosque de
Broselandia. Había nacido entre libros y queríamos que viviera
entre ellos.
El día que le dijeron, en la oficina de Inmigración y
Extranjería, que debía llevar la baja de su centro de trabajo para
hacer efectiva nuestra solicitud de salida del país, vi cómo una
sombra de tristeza le empañó la mirada. Dejar la biblioteca era
para ella como perder un gran y viejo amor. Entre aquellos estantes y libros se
quedarían parte de sus ensoñaciones y faenas. Sólo por
seguirme era capaz de renunciar.
Los sosos, iguales, vacíos días de ama de casa comenzaron a
enojarla. Se sentía irrealizada. Era consciente de que el trabajo en la
biblioteca no le propiciaba ventajas económicas como para sortear las
carestías de un mercado aberrado por las ruinas de un país sumido
en una profundísima crisis, pero la ayudaba a sentirse plena, útil,
viva. A medida que pasaron los meses su enojo se hizo más latente. Se
irritaba con facilidad. Había en su carácter algo como de pólvora
depositada allí por la impotencia frente a tal arbitrariedad. Yo sabía
que marchábamos por un camino resbaladizo. En cualquier momento podían
acusarme de empecinado, testarudo, de idealista. Tenía que estar alerta
para que cualquiera de sus exabruptos no fuera a provocar los míos, y la
pareja se despeñara por un conflicto insalvable. Hubiera sido darle gusto
a la policía política. Ellos tenían que haberlo calculado.
Era parte de sus instrumentos de tortura sicológica. Desajustar a la
familia es desajustar, fragilizar al perseguido.
La carga de encierro, de aislamiento que soportaba desde antes se hizo más
pesada con la pérdida del empleo. Los amigos que frecuentábamos,
abierta o disimuladamente nos habían pedido que nos alejáramos
para no verse involucrados en una situación que podía resultarles
perjudicial. Yo era un marcado con la cruz de ceniza que el gobierno traza sobre
la frente de sus disidentes. Ellos estaban obligados a mantener una imagen que
no los compulsara a quitarse el antifaz. Desde antes estábamos muy solos.
Pero esa soledad ella la sobrellevaba con su dedicación a la biblioteca.
Bernardo Marqués me dijo en una ocasión, antes de irse de Cuba,
que después de haber firmado la Carta de los Intelectuales, se había
convertido entre sus amigos en el Hombre Invisible. Yo pude comprobarlo a los
pocos días de ingresar al periodismo independiente cubano.
La belleza, el decorado, el confort de la casa tampoco era para ella un estímulo
frente a la molicie que imponía la incertidumbre de la partida. No volvió
a preocuparse por comprar nuevos adornos, cambiar cortinas, bruñir los
muebles. Limpiaba a puro aseada que es. Todo aquello formaba parte de un pasado
imaginario que no acababa de transcurrir y se tornaba un presente cada vez más
agobiador. La casa fue perdiendo el encanto con que la habíamos fundado.
Fue transfigurándose en celda donde las fuerzas represivas cubanas querían
asfixiarnos. Nada nos ataba a ella. Nos habíamos mudado sentimentalmente
cuando todavía la habitábamos físicamente. Aquél ya
no era nuestro hogar. Eso también tenían que haberlo previsto
nuestros carceleros, convertir nuestro único refugio en un infierno.
Alguien que ha decidido marcharse sueña más la casa del futuro que
aquella en que permanece.
Había que fortalecerse para que la casa / celda / infierno no nos
aplastara. Sólo el amor nos salvaría. Juntarnos en un abrazo
tierno, indisoluble era nuestro único escudo.
Nos abrazamos.
Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número
cero", publicado por CubaNet.
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