Memorias de
la Plaza (XXXIII)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - El Chicuelo se despidió de mí
llorando. Ya habíamos aprendido a amarnos. El soportaba riendo mis malas
pulgas de adulto cascarrabias. Yo toleraba complacido sus malcriadeces de niño
insatisfecho. A lo largo de tres meses tuvimos más motivos de alborozo
que de aflicción. Cuando quería saber algo me preguntaba sin
pudores ni prejuicios. Creía en mí. Yo lo trataba no como a la
personita que dejaba ver sino como al hombre que sabía anidaba en él.
Fue una de las tantas pérdidas a que me sometió mi rebelión
pacífica contra el régimen. Quizás la más lacerante.
Las otras tenían un matiz de conveniencia. El no quería
abandonarme aunque no le conviniera. Decenas de amigos y colegas, por acuerdo tácito,
dejaron de frecuentarme; decenas de lugares se tornaron campos minados para mí.
Unas lágrimas silenciosas, cortantes como el vidrio roto de sus ojos,
se le despeñaron por las mejillas. Volteó el rostro. Se las enjugó
con el dorso de la mano. No quería que yo lo viera en un acto tan
grandioso pero que para él era una muestra de debilidad. Fue la última
lección que pude ofrecerle. Permití que él sí viera
mis ojos humedecidos.
"Parecemos dos jebitas" -me dijo.
"Somos dos hombres tristes" -le dije.
"En el 'solar' no se puede llorar delante de nadie".
"El solar es 'duro'".
Nos estrechamos las manos y nos miramos con hondura. Echamos a andar. A
partir de ese instante cualquier palabra era absurda. El desapareció por
la calle Habana. Yo continué por Obispo hacia el Parque Central. El no
iba saltando de una pierna en otra como acostumbraba impulsado por la alegría
de las buenas ganancias. Era como si arrastrara un fardo demasiado pesado para
su pequeño cuerpo. Lo esperaba el lóbrego portón del "solar",
las pútridas emanaciones de un retrete colectivo, el vocerío de
las pendencias vecinales, la ausencia de un consejo o un responso a tiempo. Yo
no iba sonriente recordando sus picardías de diablillo travieso. Eramos
dos hombres entrampados en un destino cruel. El abismo al miedo de la
intolerancia política se había abierto frente a nosotros.
Me vi obligado -para protegerlo- a separarlo de mí, a explicarle que
yo era un disidente -él no entendió- "un gusano", le
aclaré, a decirle que no le era conveniente la relación conmigo.
Fue como ver caer una guillotina sobre mi propio cuello.
"¿Por qué dejas que lo sepan? -me reclamó- Hay muchísimos
gusanos que se hacen pasar por revolucionarios".
"En el mundo hay gentes que no saben, o no quieren, fingir".
"Te hubiera hecho falta vivir en 'el solar'. Ahí la gente
aprende a no enseñarse por dentro".
"Cuando todo el mundo esconde sus sentimientos, por miedo o por
conveniencia, hay algunos que, aunque saben que los devorarán, los
muestran para que algún día, más adelante, todos puedan
mostrarlos sin temor".
"En los libros siempre ganan los héroes. Pero eso no es verdad".
"Yo no soy un héroe. Nunca me veas como tal. Soy, a lo sumo, un
hombre inconforme y resistente. Además, los héroes, ni ganan ni
pierden, se ofrecen. No esperan nada. Viajan en un sueño que no los deja
vivir tranquilos si no lo consiguen. Su sueño, aunque lo sueñen
ellos, no lo quieren para sí. ¿Comprendes?"
"Sí, hay algo de verraco en los héroes".
No pude menos que reírme. Aquel pragmatismo del Chicuelo era la mejor
prueba de cómo había vivido hasta ese día. Su madre vino sólo
dos veces a mi cuchitril de libros viejos en la Plaza de Armas. La primera,
cuando no le creyó que se ganaba de manera lícita el dinero que
llevaba, y acudió a corroborarlo conmigo; la segunda, cuando alguien, que
nunca quiso confesarme, le aseguró que yo pertenecía "a los
derechos humanos, o qué sé yo", me dijo. "Y, figúrese,
yo también tengo mi negocito. Eso puede perjudicarme". Guardé
silencio. No discutí. Me callé lo que pensaba. Ella era bella y
franca. Tenía el recio carácter que la promiscuidad de un "solar"
impone. Ni a golpes había podido persuadir al Chicuelo de que se separara
de mí. Me pedía de favor que la ayudara. Su lenguaje tenía
más de amenazante que de petición de auxilio. Ella no entendía
el capricho del muchacho: "Quiere hacerse el más honrado y el más
hombre que nadie, si me hago la boba, ahorita me gobierna". Pensé en
cuánto le restaba su lenguaje y su exagerada, su agresiva gesticulación
a su belleza. No opiné. Allí todo estaba perdido. La ruptura era
inevitable. "Usted es su madre. Será como usted diga", le
respondí antes de que el Chicuelo regresara con los refrescos que yo le
encargara para atenderla con la pobre cortesía que me era posible.
Ella se marchó sin beber el refresco y sin volver a mirarme a los
ojos. Creí adivinar que le dolía separar a su hijo de mí.
Me vi obligado aquel anochecer a ser sincero con el Chicuelo. El no merecía
otra cosa que mi lealtad.
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