CUBANET... INTERNACIONAL

Julio 26, 2002



Cuba y Puerto Rico

Emilio Ichikawa / El Nuevo Herald, julio 26, 2002.

Mi llegada a Puerto Rico estuvo signada por dos sonados eventos: un concierto de Chayanne que congestionó las calles de San Juan, y una polémica acerca de las banderas que movilizó, junto a las pasiones políticas, la erudición de los historiadores y los argumentos de los periodistas.

En una dependencia gubernamental, en vísperas de las celebraciones del 4 de Julio, se había izado la bandera de Puerto Rico sin que se adjuntara la bandera de la federación americana. Un grupo reclamó que se colocaran las dos, aun contra la decisión de la dirección de la oficina, lo que se interpretó como fisura aprovechable para un nuevo liderazgo.

Sin situarse totalmente al margen, algunos intelectuales creyeron que había cosas más importantes que discutir, por cuanto los eventos fundamentales que incidirán en la vida de los puertorriqueños en los próximos años no dependerán del orden de cosas asentado en el uso y abuso de los símbolos nacionales.

A diferencia de los puertorriqueños, a quienes no hemos llegado a entender cabalmente, los cubanos ligamos el asunto de la identidad al de la independencia política, entendida algunas veces como el privilegio de una casta social a disfrutar de un doble estatus: autoridad para discurrir arbitrariamente en el interior, libertad para disfrutar de los niveles de vida propuestos desde los mismos centros euronorteamericanos que dicen desconsiderar en política.

Resultó muy curioso comprobar que muchos de los cubanos que creen adecuadas para Puerto Rico las opciones de ''estadidad'' e incluso de ''anexión'', consideren eso mismo ''absolutamente inaceptable'' para Cuba. Es comprensible: en el primer caso pueden razonar de manera moderna, según criterios de eficacia y conveniencia empresarial: ¿por qué renunciar a una contribución federal que, según algunos cálculos, asciende a los doce mil millones de dólares? Pero una vez situados en la perspectiva cubana, esos mismos compatriotas se adentran en el razonamiento afectivo postulando que la dignidad nacional es sólo compatible con un ''independentismo radical'', nuestra más legendaria utopía.

El paradójico orgullo nacional cubano aceptaría mejor que Cuba fuera un estado de la Unión americana, como Iowa o New York, a que ostentara el estatus político de Puerto Rico; cosa que, como reveló Enrique Collazo en su libro Desde Yara hasta el Zanjón, desde el siglo XIX gravita con discreción y culpabilidad en la mente de grandes patriotas cubanos.

El contacto con algunos independentistas puertorriqueños fue también muy aleccionador. Basándose en un par de dogmas ya insostenibles:

1.- que el exilio cubano es mayoritariamente republicano y conservador,

2.- que Fidel Castro es efectivamente un líder nacionalista y antiyanqui,

complementan sus posiciones políticas con lo que llaman defensa necesaria de la revolución cubana. Incluso en el punto extremo en que afirman el carácter autoritario del castrismo y su fracaso en garantizar una vida decente a la mayoría, llegan a solicitar con indudable sinceridad el silenciamiento de la crítica pues, según opinan, una objeción a Castro, por muy válida que sea, es algo incómodo y desesperanzador.

En una tarde hermosa, observando San Juan desde la Puerta del Cristo, un brillante escritor boricua me enseñó a lo lejos el pueblo de Cataño, zona pobre donde se vota anexión bajo el influjo de un alcalde fuera de lo común que ellos apodan el Amolao por aquello del filo de su palabra. Y allá nos fuimos, pudiendo comprobar que lo que llamábamos ''anexión'' no era más que el sentido común de la gente humilde que desea vivir en paz con su familia y amigos sin someterse a la dictadura de una rígida moral política.

En Cataño, en las riberas de una bahía hermosa y serena, encontré los mismos argumentos que algún día escuché a los indiscutibles cubanos de Bauta que recuerdan con agradecimiento al ''americano'' de la Textilera Ariguanabo, en el Cayo de la Rosa, o a aquellos otros de lógica parecida que en Boca de Caimanera evocaban los tiempos en que las familias trabajaban sin vigilancia en los puestos de la base naval norteamericana en Guantánamo convertida hoy, en tiempos del ''nacionalista'' Fidel Castro, en una cárcel internacional bajo su explícita complicidad.

© El Nuevo Herald

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