Una mujer en
el Escambray (V)
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, julio (www.cubanet.org) - Después de la captura y
fusilamiento de Emilio Carretero y asumir el mando central Cheíto León,
Daisy Mainegra y Florencio Bécquer se trasladaron al llano. Ella se
convertiría nuevamente en testigo excepcional de algunos sucesos
derivados de la lucha fratricida vigente en el país desde entonces. En
esta ocasión serían las ejecuciones masivas a los insurgentes
capturados en el Escambray.
"León moriría en combate - recuerda Daisy- junto a varios
de sus colaboradores a los pocos meses de asumir la jefatura general. Cumplió
su palabra de no abandonar vivo la cordillera si no lograba la victoria. Su
muerte se produjo cuando intentaba romper los cercos tendidos por tropas
combinadas del ejército y la milicia gubernamentales. Mi esposo y yo habíamos
decidido, meses antes, mudarnos para el pueblo de Condado, municipio de Sancti
Spíritus".
Este traslado era necesario. El círculo de sospechosos por colaborar
con los combatientes antigubernamentales se cerraba por momentos. Desde su nueva
ubicación los cónyuges podrían continuar la ayuda a los
rebeldes sin levantar muchas sospechas. Florencio estaba autorizado por el
gobierno para cortar y trasladar madera, faena que exigía su presencia en
el monte durante tres o cuatro días. Esta situación le permitía
disimular sus labores ocultas. Por su parte, la señora Mainegra tuvo la
nada envidiable oportunidad de conocer qué ocurría con los
guerrilleros después que caían en manos del enemigo.
"Al antiguo cuartel militar de Condado eran conducidos bajo fuerte
custodia muchos de los insurgentes apresados que habían sido
interrogados, sometidos a juicios sumarísimos y condenados a la pena
capital. Los prisioneros procedían de distintos lugares de la zona. Sabían
que su llegada a la unidad militar era la última parada de un viaje sin
retorno. Algunos se despedían por anticipado de sus familiares sin
explicar los motivos de la despedida. No hacía falta.
"De madrugada -apunta Daisy- los sacaban del cuartel amarrados como si
fuesen animales de labranza: atados unos a otros con las manos a la espalda para
que no intentaran escapar, lo que reflejaba el miedo de los guardias a aquellos
hombres, derrotados, pero no sometidos. Los montaban en un vehículo
cerrado, acompañados por igual número de militares armados. El
viaje concluía en el cementerio del pueblo, distante dos kilómetros.
Los paraban frente a un farallón de piedras que se encontraba en la parte
trasera del camposanto. En ese sitio los esperaba otro grupo de militares: los
miembros del pelotón que los pasaría por las armas, el oficial al
mando y otros jefes que asistían a la 'ceremonia'. Yo no podía ver
los fusilamientos desde mi casa, pero sí sabía del momento en que
caían abatidos los combatientes por la descarga cerrada de los fusiles.
Segundos después escuchaba los tiros de gracia que el jefe del pelotón
disparaba en la cabeza de los fusilados. Luego los enterraban en fosas comunes,
previamente abiertas. A los familiares las autoridades no les decían dónde
reposaban los cuerpos de sus seres queridos. En este lugar le aplicaron la pena
capital a más de 200 rebeldes anticastristas. A lo largo de esos meses
apenas podía dormir. Quería verlo todo. No olvidar nada para
contarle a todos en qué consistían las prácticas inhumanas
del régimen contra miles de cubanos que no aceptaban su autoridad
impuesta a la fuerza. Recuerdo una noche en que sacaron a dos combatientes. Los
guardias los empujaban para que se movieran más rápido. A uno de
ellos yo lo conocía. Era de mi pueblo, de apellido Peña. La escena
ocurrió a principios de febrero de 1962. No llegaban a los 35 años.
Se los llevaron. Yo me puse muy triste. Al rato escuché las descargas y
después dos detonaciones aisladas. Estas imágenes inolvidables se
repetían madrugada tras madrugada. Desde finales de 1961 hasta abril de
1962. Una mañana el hedor a carne descompuesta inundaba el caserío.
Muchos residentes nos quejábamos. Decenas de auras tiñosas
revoloteaban en círculos sobre las áreas del cementerio donde el
gobierno fusilaba a los combatientes. El origen del mal olor era que uno de los
cadáveres había quedado con los pies desenterrados".
Muchos vecinos tenían que pasar por el "área de los
sacrificios", como se le denominó a aquel tramo de paredón
donde fueron fusilados tantos compatriotas.
"Era impresionante -concluye Florencio-, usted pasaba por aquel lugar y
veía los orificios provocados por los disparos. Observaba sin mucho
esfuerzo las manchas de sangre y hasta los cabellos de las víctimas
incrustados en las piedras de la muralla. Los lugareños sabían que
aquellas huellas dejadas para la historia pertenecían a padres, hermanos,
amigos y vecinos".
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