CUBANET .INDEPENDIENTE

22 de julio, 2002


Una mujer en el Escambray (V)

Héctor Maseda, Grupo Decoro

LA HABANA, julio (www.cubanet.org) - Después de la captura y fusilamiento de Emilio Carretero y asumir el mando central Cheíto León, Daisy Mainegra y Florencio Bécquer se trasladaron al llano. Ella se convertiría nuevamente en testigo excepcional de algunos sucesos derivados de la lucha fratricida vigente en el país desde entonces. En esta ocasión serían las ejecuciones masivas a los insurgentes capturados en el Escambray.

"León moriría en combate - recuerda Daisy- junto a varios de sus colaboradores a los pocos meses de asumir la jefatura general. Cumplió su palabra de no abandonar vivo la cordillera si no lograba la victoria. Su muerte se produjo cuando intentaba romper los cercos tendidos por tropas combinadas del ejército y la milicia gubernamentales. Mi esposo y yo habíamos decidido, meses antes, mudarnos para el pueblo de Condado, municipio de Sancti Spíritus".

Este traslado era necesario. El círculo de sospechosos por colaborar con los combatientes antigubernamentales se cerraba por momentos. Desde su nueva ubicación los cónyuges podrían continuar la ayuda a los rebeldes sin levantar muchas sospechas. Florencio estaba autorizado por el gobierno para cortar y trasladar madera, faena que exigía su presencia en el monte durante tres o cuatro días. Esta situación le permitía disimular sus labores ocultas. Por su parte, la señora Mainegra tuvo la nada envidiable oportunidad de conocer qué ocurría con los guerrilleros después que caían en manos del enemigo.

"Al antiguo cuartel militar de Condado eran conducidos bajo fuerte custodia muchos de los insurgentes apresados que habían sido interrogados, sometidos a juicios sumarísimos y condenados a la pena capital. Los prisioneros procedían de distintos lugares de la zona. Sabían que su llegada a la unidad militar era la última parada de un viaje sin retorno. Algunos se despedían por anticipado de sus familiares sin explicar los motivos de la despedida. No hacía falta.

"De madrugada -apunta Daisy- los sacaban del cuartel amarrados como si fuesen animales de labranza: atados unos a otros con las manos a la espalda para que no intentaran escapar, lo que reflejaba el miedo de los guardias a aquellos hombres, derrotados, pero no sometidos. Los montaban en un vehículo cerrado, acompañados por igual número de militares armados. El viaje concluía en el cementerio del pueblo, distante dos kilómetros. Los paraban frente a un farallón de piedras que se encontraba en la parte trasera del camposanto. En ese sitio los esperaba otro grupo de militares: los miembros del pelotón que los pasaría por las armas, el oficial al mando y otros jefes que asistían a la 'ceremonia'. Yo no podía ver los fusilamientos desde mi casa, pero sí sabía del momento en que caían abatidos los combatientes por la descarga cerrada de los fusiles. Segundos después escuchaba los tiros de gracia que el jefe del pelotón disparaba en la cabeza de los fusilados. Luego los enterraban en fosas comunes, previamente abiertas. A los familiares las autoridades no les decían dónde reposaban los cuerpos de sus seres queridos. En este lugar le aplicaron la pena capital a más de 200 rebeldes anticastristas. A lo largo de esos meses apenas podía dormir. Quería verlo todo. No olvidar nada para contarle a todos en qué consistían las prácticas inhumanas del régimen contra miles de cubanos que no aceptaban su autoridad impuesta a la fuerza. Recuerdo una noche en que sacaron a dos combatientes. Los guardias los empujaban para que se movieran más rápido. A uno de ellos yo lo conocía. Era de mi pueblo, de apellido Peña. La escena ocurrió a principios de febrero de 1962. No llegaban a los 35 años. Se los llevaron. Yo me puse muy triste. Al rato escuché las descargas y después dos detonaciones aisladas. Estas imágenes inolvidables se repetían madrugada tras madrugada. Desde finales de 1961 hasta abril de 1962. Una mañana el hedor a carne descompuesta inundaba el caserío. Muchos residentes nos quejábamos. Decenas de auras tiñosas revoloteaban en círculos sobre las áreas del cementerio donde el gobierno fusilaba a los combatientes. El origen del mal olor era que uno de los cadáveres había quedado con los pies desenterrados".

Muchos vecinos tenían que pasar por el "área de los sacrificios", como se le denominó a aquel tramo de paredón donde fueron fusilados tantos compatriotas.

"Era impresionante -concluye Florencio-, usted pasaba por aquel lugar y veía los orificios provocados por los disparos. Observaba sin mucho esfuerzo las manchas de sangre y hasta los cabellos de las víctimas incrustados en las piedras de la muralla. Los lugareños sabían que aquellas huellas dejadas para la historia pertenecían a padres, hermanos, amigos y vecinos".


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