Ramón Ferreira /
El Nuevo Herald,
julio 15, 2002.
Para rescatar al mundo envuelto en una orgía capitalista, Fidel bajó
del monte con los mandamientos comunistas como redención eterna. Antes de
regresar a las alturas, confiando que serán obedecidos, los deja por
escrito y los otorga a un trono con dos sillas desde donde Raúl con balas
y Alarcón con oratoria serán responsables de imponerlos como ley
sagrada.
Si Hitler solamente aspiraba a un Tercer Reich que durara mil años,
para Fidel el suyo debe durar la eternidad. Que haya creído necesario que
sus millones de siervos lo aceptaran con firma, dirección y número
de serie, parece indicar que desconfía de la veleidad humana y su
propensión a apreciar todo lo que brilla. Y como el dólar emite un
brillo especial, pudiera ser imposible reprimir tal ansia con balas o con lemas.
Fidel padecía de demencia precoz cuando aturdió al país
con su primer discurso que una paloma calificó sobre sus galones. Ahora
el pueblo sufre su incoherencia senil y el temor de ser arrastrado por un
laberinto sin salida. Hay quienes culpan a Washington por no suministrarle la
pastilla que hubiera reforzado lo imposible y a Rusia por dejarlo sin los
cohetes conque pudo haber arrastrado al mundo a su solución definitiva.
También se les puede echar la culpa a sus vecinos latinoamericanos
por estar viendo un desastre que pudieron haber contribuido a detener antes, si
no les temieran a sus propios fidelitos en el patio. Con Carter y con Clinton
desfilaron repartiendo promesas y mensajes de paz, protegidos por cristales
blindados de las decepciones de sus pueblos, hartos de esperar por la panacea
que seguían ofreciendo y Fidel no cumplía. Ahora que Bush ha
definido la democracia y que solamente existen dos bandos para alcanzarla, el
mundo occidental primero y ahora los hermanos latinos empiezan a reconocer que
se terminaron las promesas de dulces en el cielo, a toda costa, para todos.
Con el 99.37% de cubanos que Fidel se decretó como herederos, era de
suponer que no fuera necesario dejar condiciones inexorables que los genes se
hubieran encargado de transmitir naturalmente. Pero según Fidel, se trata
de un mandamiento que a Moisés se le quedó en el tintero.
Aunque el comunismo ha muerto y Putin lo enterró en un sarcófago
forrado con dólares, Fidel deja a Raúl y a Alarcón la misión
de incluirlo como liturgia sagrada. Tanto Raúl como Alarcón tratarán,
cada cual con sus medios, de ir reforzando el ídolo según se
acerca el huracán. Los comunistas saben cómo deben presentarse al
banquete político con su solución reformada. Gorbachov lo intentó
vistiéndose de perestroika y Yeltsin subiéndose a un tanque para
demostrar que, en vez de al ejército, pertenecía al pueblo. Raúl
y Alarcón no serán menos. Ambos intentarán seguir flotando
mientras la resaca dure.
El pueblo cubano tiene remedios probados que pondrá en práctica
a la hora señalada. Tan pronto se sepa libre de repetir una lección
que únicamente recorre el abecedario, recuperará sus sentidos y la
dirección adonde iba. Entonces, con el aplomo clásico de los
liberados, cada cual recitará de memoria la que fue obligado a olvidar y
regresa con sólo borrar lo que está escrito en la pizarra.
Unos, que se fingieron sordos para no escuchar amenazas; otros, que tuvieron
demasiado miedo y se fingieron ciegos o mudos para no pedir auxilio y ser
ajusticiados. Igual que después de un huracán. Los cubanos recogerán
los escombros, reconstruirán los daños y sembrarán la
democracia de nuevo para producir con libertad algo más alimenticio que
malanga para todos. ¡Borrón y cuenta nueva!
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