CUBANET... INTERNACIONAL

Julio 15, 2002



La transición democrática

Luis Aguilar León. El Nuevo Herald, julio 14, 2002.

Los dos conceptos que en estos días parecen ofrecer estímulo al análisis político son ''transición'' y ''democracia''. Y no se trata sólo de examinar el caso de Cuba, cuya desastrosa situación económica y social va a obligar, según dicen algunos, aun al régimen de Castro, y seguramente a sus sucesores, a reformar las leyes socialistas para moverse hacia una estructura democrática y de libre empresa. Ahora bien, la popularidad de la tesis no borra la complejidad de esos conceptos. ¿Qué se quiere decir con ''transición'' y "democracia?''

Quiere decir mucho, pero todos sabemos que, básicamente, transición significa pasar de una situación a otra y, si democrática, implica que ese paso sea civil, no militar, y fortalezca la voluntad del pueblo, creando equilibrios de poder que limiten las ambiciones de grupos o individuos. Lo cual significa que si comenzamos por el caso de Cuba, uno de los primeros obstáculos que van a encontrar los que luchen por la transición democrática serán las fuerzas armadas del régimen dictatorial. Se trata de unas fuerzas armadas que no están, como los otros uniformados del continente, carentes de ideología y experiencia. En cuarenta y tres años de existencia todos los oficiales, y muchos soldados, han sido obligados a jurar obediencia y a convertirse en delincuentes y cómplices de un régimen que fusila a sus propios ''héroes de la revolución'' y responsabiliza a todos los oficiales por el crimen cometido.

El segundo factor que requiere permanente examen es que, a pesar de su visible fracaso, a pesar de que el campesinado y el proletariado, los dos grupos humanos más estudiados por Carlos Marx, han sido los que más han sufrido en la Cuba de hoy, la figura de Fidel Castro ha sobrevivido en tal forma que casi todos los estudios del futuro comenzarán tratando de entender cómo llegó tan larga la sombra del dictador y qué significó su muerte.

Desde luego, el decaimiento físico y mental del Führer y el crecimiento de la oposición civil que reúne esfuerzos de coraje en un pueblo aplastado por la pobreza, el hambre y la enfermedad son ya conocidos. A pesar de ello, el poder ha sido tan largo, las manifestaciones tan repetidas, y la represión tan constante que posiblemente la mayor parte de la población se quede, inicialmente, muda y atribulada ante la ausencia del poder totalitario.

Tales aspectos del proceso cubano son nada más que las filosas vertientes del iceberg del Caribe. Debajo de todas esas sombras corren, por citar algunas, túneles de poder, manipulaciones con espías y hombres de negocio que quieren levantar el embargo, y una peligrosa vanguardia de traficantes de drogas que están en la isla apuntando hacia el norte.

¿Qué puede, o qué debe hacer entonces el exilio más allá del observar los acontecimientos y cruzar los dedos, esperando que se abra una tumba? Ni sé, ni soy donador de deberes. Pero sí pienso que la primera respuesta a esa pregunta es bien clara. Lo primero que debe hacer el exilio es ayudar en todo lo posible a los disidentes, a los opositores, a los que reúnen libros y tratan de hacer circular las ideas, a los que tratan de hablar con los que pasan por la isla y escuchan una vertiente de la verdad, los que denuncian internacionalmente la violación de los derechos humanos en Cuba, y aprender que se puede estar en desacuerdo con la forma de un proyecto, pero no con el mensaje que el proyecto produce en Cuba y fuera de Cuba.

De ahí el asombro de muchos investigadores y periodistas extranjeros cuando constatan que la mayor parte del exilio cubano sigue desunido, discutiendo si, por ejemplo, el Proyecto Varela es bueno o es una traición a Cuba. Claro que todo el mundo tiene derecho a opinar, y toda objetiva reflexión puede ser útil; pero lo difícil de aceptar es que bien pocos destaquen que el Proyecto Varela logró, por primera vez en muchos años, que una tesis contraria al régimen y una ofensiva propagandística de los disidentes hicieran que el tópico de la dictadura se discutiera en Cuba y en el mundo internacional, que bien cerrado ha estado para el exilio.

Parecido sentimiento de extrañeza surge cuando el Presidente de Checoslovaquia, Vaclav Havel, cuyo gobierno ha sido bien favorable a la Cuba anticastrista, tiene el noble gesto de proponer a Oswaldo Payá, un ingeniero religioso promotor principal de un referendum prodemocracia en la isla, para que reciba el premio Nobel de la paz, sin que ese gesto enriqueciera un movimiento general de apoyo a esa candidatura. Es bueno recordarles a algunos que parecen vacilar frente al esfuerzo de esos disidentes, que la Academia nórdica que decide quién ha de recibir el premio se ha inclinado siempre hacia la izquierda. Y que por tanto, aun cuando no se obtenga el merecido premio, posibilidad remota pero presente, hay un período de menciones y discusiones internacionales que hará posible plantear, en diferentes niveles, el caso de Payá y el caso de Cuba.

Lo cual, con todo respeto, me parece más positivo que esperar a que se derrumbe en el polvo el Führer.

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